Carlos Raúl Villanueva: la construcción de la modernidad (II)

Por Enrique Larrañaga

Si las dos primeras décadas de ejercicio profesional de Carlos Raúl Villanueva demostraron su capacidad, la intensa, casi frenética actividad desarrollada en los diez años siguientes le ganará la relevancia que lo sigue destacando. Como dijimos en la entrega anterior, entre ambos períodos ocurre una evolución acelerada desde una actitud relativamente convencional a una práctica decididamente experimental.

La producción más destacada de este período y seguramente de toda la arquitectura venezolana es el cuerpo de edificios desarrollados en la Ciudad Universitaria de Caracas en la década de los 1950’s. Como ya se dijo, es determinante e indicativo el paso de la masividad estática del Hospital Clínico a la expresividad fluida del Estadio Universitario mientras, en paralelo, el maestro desarrollaba las investigaciones técnicas y formales de los pasillos, desnudaba de frisos las columnas, convertía la estructura de soporte en fundamento del orden compositivo general e investigaba arreglos volumétricos y espaciales novedosos.

Villanueva junto a Mateo Manaure en la ciudad Universitaria durante su construcción. Foto Archivo Fundación Villanueva

Esta enumeración bastaría para calificar la Ciudad Universitaria de Caracas de laboratorio arquitectónico para el desarrollo del pensamiento y la acción de Villanueva, buscando la modernidad que le había sido tan difícil en sus primeros años. Y el centro de este proceso de búsqueda, imaginación y realización de la modernidad es el diseño y construcción del Conjunto Central de la Ciudad Universitaria, desarrollado a partir de 1952 y sustancia del legado de Villanueva.

Ese legado, y quizá sea ésa su cualidad más reveladora, alienta, simultánea y complementariamente, su atención a los movimientos artísticos e intelectuales de su tiempo, la profundización en las tradiciones locales sin rémoras banales y la celebración de la realidad física de lo constructivo como imperativo práctico y recurso estético. De este modo, las realizaciones de Villanueva parecen anticipar la definición de Octavio Paz de «la modernidad [como no lo que] está fuera sino dentro de nosotros, lo que existe hoy y en la antigüedad más antigua, mañana y al comienzo del mundo, lo que tiene muchos años y acaba de nacer».

Con la rigurosa libertad con que había integrado ideas tradicionales, formas cotidianas y criterios contemporáneos en El Silencio para construir una urbanidad hasta entonces desconocida en una ciudad que apenas despertaba, Villanueva, con poco más de cincuenta años (una edad muy temprana en la práctica de un arquitecto), logra proyectar espacios en decidida sintonía con la arquitectura internacional que también, y como intentaré explicar, manifiestan clara, aunque no derivativamente el orden arquitectónico local, como una ilación inspiradora entre fuentes del pasado, fuerzas del presente y ánimo hacia el futuro. Los métodos constructivos utilizados se manifiestan explícitamente, la condición física sostiene una presencia que trasciende lo visible para proponer una experiencia sensorial totalizadora, los espacios se disponen con aparente espontaneidad, y así se permiten recorridos distintos, animados por visuales cruzadas, entre jardines incluidos en el propio conjunto, otros que lo envuelven y algunos más distantes, y todo en un entorno “aderezado” por la controlada pero asombrosa inclusión de obras de arte tan importantes que, lamentablemente, la crítica a veces parece sugerir que lo edificado es sólo supletorio, desconociendo, como afirma Marina Gasparini, que «la presencia de Villanueva está en cada una de esas obras [pues] él es el artífice de todas ellas»[1], no sólo al seleccionarlas y decidir su ubicación sino al articular el concierto que construyen, operando como el arquitecto de los espacios que esas obras habitan con la habilidad de reforzar su propia obra con los valores de cada pieza y acoplar una trama de estímulos visuales y perceptuales que las enriquece y ensambla como totalidad.

Maestros como Theo van Doesburg habían propuesto la disolución de los límites entre diferentes manifestaciones estéticas para constituir piezas que produjeran una “síntesis de las artes”. La idea era muy querida por Villanueva y se propuso realizarla, aunque, a mi entender y como intentaré explicar, sólo lo logró (y espléndidamente) en el Aula Magna, ese espacio que ya no podríamos concebir sin las “Nubes” de Calder, piezas mágicas tanto que sería ya imposible imaginar en cualquier otro lugar. Pero dejemos ese punto para más adelante.

Señala Silvia Lasala en su profundo estudio sobre la Ciudad Universitaria[2] que las estrategias arquitectónicas que Villanueva formula en el Conjunto Central fueron marcadas por el impacto que en él habría tenido el conocimiento de la arquitectura brasileña, su experiencia directa de esos espacios en Río de Janeiro y su contacto con varios de esos ya para entonces renombrados autores. Ciertamente, existe una clara sintonía entre momentos en la Ciudad Universitaria y el Conjunto de edificios en Pampulha, de Oscar Niemeyer (también declarado Patrimonio de la Humanidad por UNESCO), así como ciertos edificios de Rino Levi, quien, además, realizó y coordinó varios proyectos en Venezuela.

Muestra de obras de algunos arquitectos apreciados por Villanueva. Pulsar las fotos para apreciarlas de mayor tamaño con sus leyendas.

Palacio de los Soviets,1931 – 1934. Proyecto de Le Corbusier, Charles-Édouard Jeanneret.

Pero esas inferencias son sólo tan plausibles como la relación entre los arreglos espaciales en el Conjunto Central y las inflexiones volumétricas y espaciales en la obra de Alvar Aalto (con las evidentes diferencias que impone la disparidad climática), otro autor muy apreciado por Villanueva, y lo que pudiera parecer una referencia obvia para todo arquitecto del siglo XX , el trabajo de Le Corbusier (particularmente su propuesta para el Palacio de los Soviets y los trabajos en los que el concreto armado soporta la expresión arquitectónica, aunque, debe notarse, los trabajos de Le Corbusier en India son posteriores al Conjunto Central de la Ciudad Universitaria), los ecos del Pabellón Español en la Feria de París de 1937 (tratado en la entrega anterior y en el que “coexistieron afortunadamente” el «Guernica» de Picasso y la «Fuente de Mercurio» de Calder), y también tres obras aparentemente disímiles pero todas queridas y frecuentemente citadas por Villanueva en sus cursos y escritos: el Santuario de los Catorce Santos, de Balthasar Neumann, donde lo ornamental y lo estructural confluyen en las superficies que configuran la nave y soportan sus cubiertas; la sorprendente continuidad entre estructura, color e iluminación en la SainteChapelle de Paris, cuyos vitrales delimitan el espacio sin limitarlo; y los corredores y patios de la Cuadra de Bolívar, entrelazados por un orden a la vez geométrico y atmosférico, físico e inmaterial, continuo y episódico, en incesante y balanceado contrapunto entre gradientes distintos de interioridad y variadas maneras de vincularse al exterior para celebrarlo encuadrándolo.

Y es que también en esta fase Villanueva opera como un arquitecto ecléctico, capaz de identificar e interpretar entre varias fuentes disponibles las más relevantes para, ahora con mirada moderna, ensamblarlas para hacer presentes tanto los ecos históricos como las divergencias que los enriquecen y así revelar fuerzas antes no evidentes y ahora insinuantemente identificables.

Villanueva dispone el Conjunto Central en el eje contrario al del arreglo simétrico de su propio Plan Maestro de 1944, como rebelándose a él, y lo divide en piezas diversas, dispuestas sobre un territorio abierto y permeable, cada una concebida, desarrollada y ubicada según sus propias necesidades y características.

Esquema urbano definitivo de la ciudad universitaria de Caracas. Archivo Fundación Villanueva.

Como en un collage de “objetos encontrados”, con formas, escalas, presencias y expresiones distintas, el complejo se articula con la lógica de rapsodia musical, ensamblando lo potencialmente fragmentario en una entidad múltiple que, cadenciosamente, se despliega de modo fluido. No es, entonces, accidental, que Villanueva haya producido años después, casi como un registro arqueológico de lo ya construido, el esquema de “movimientos musicales” que María Fernanda Jaua analiza citando un texto del propio Villanueva en el que destaca “los cambios [en] nuestro concepto de la estructura espacial [por influencia] principalmente de la revolución cubista, que enseñó a los arquitectos (…) a concebir [el] espacio en cuatro dimensiones y donde es el tiempo quien justamente las representa [para sustituir] un espacio eminentemente estático por otro esencialmente dinámico [en el que desaparece] el sentido de la fachada 2023 en torno de la arquitectura para comprenderla y saborearla.”

Esta estrategia se formaliza en el Conjunto Central con una pieza no prevista en el programa original, organizada como una secuencia de espacios dinámicos, sin dirección predeterminada y arquitectura desnuda, y que permite “comprender y saborear” esa presencia continua del movimiento como fundamento de la arquitectura: la Plaza Cubierta, un campo espacial en el que confluyen fuentes aparentemente divergentes para producir una entidad consistente y estimulante.

El desarrollo de la Plaza Cubierta como un ámbito desplegado bajo un grupo de techos horizontales y entre columnas, sin dirección discernible, remite a que las salas hipóstilas de Karnak o Córdoba.

Corredor de acceso. Sala de Conciertos. Foto Paolo Gasparini. Archivo Fundación Villanueva

En la regularidad de los pórticos estructurales puede leerse también una referencia a la Maison Dom-Ino de Le Corbusier, pero ésta repetida y sin forma precisa ni límites definidos, agregando piezas cuyas figuras, como las de un rompecabezas, a veces parecen sueltas, como si lo que las completaría permanece en formación, entre la variedad de siluetas y alturas de los techos, separados por ranuras que fracturan cualquier solidez estática y con perforaciones que sugieren patios y crean focos luminosos como puntos que activan ese ámbito dinámico de luz y aire. El uso de concreto armado a la vista está emparentado con el brutalismo, expresión referida al “béton brut”, (concreto “en obra limpia”) que convoca también una crudeza elemental. Los elementos constructivos se muestran con total claridad, sin ocultar nada, dejando incluso huellas de las tablas de los encofrados, lo que añade a la lectura un testimonio de su proceso de ejecución. Las vigas se muestran sobre la superficie interior del plano de techos, corriendo entre columna y columna para dibujar una retícula girada con respecto a las direcciones de acceso, como movidas por el dinamismo general. También en el pavimento –pulido, como para que los reflejos reviertan la fuente de luz– se dibuja una retícula, marcada por líneas que, igualmente entre columna y columna, pero esta vez en dirección contrapuesta a la marcada por las vigas, insistiendo sutil pero eficazmente en la torsión general.

De este modo, unos pocos componentes básicos señalan, conducen y modulan la percepción, reduciendo los elementos y gestos a lo indispensable, para someter la posible imponencia física de lo construido a la presencia casi metafísica de la luz que la misma cubierta mitiga y las brisas que las aberturas permiten y guían, en un conjunto que varía según la hora del día y la época del año, las rendijas entre un techo y otro, los pozos de vegetación, las obras de arte, las celosías en bloque calado y los modos en que cada uno reacciona a los momentos naturales para reforzar los movimientos espaciales y los muchos rebotes que construyen las distintas rutas que cada habitante pauta. Los límites del espacio se hacen relativos por su permeabilidad y ésta desmonta cualquier preconcepción sobre los planos de fachada, convertidos en intermediación entre interior y exterior como categorías complementarias, no contrapuestas, y con transparencias que no son obvias sino sensualmente sugeridas.

Corredor de acceso a la Sala de Conciertos y a la Biblioteca Central. Foto Paolo Gasparini. Archivo Fundación Villanueva

Es claro que esta continuidad de flujos, visuales y experiencias está directamente relacionada con ideas de la arquitectura moderna. Pero creo que también puede y, quizá, debe interpretarse como una transmigración de la arquitectura tradicional a la actual, con apariencia distinta, pero re-presentando la misma esencia. Esencia identificada mediante aquellos dibujos con los que Villanueva buscaba entender la cultura del país que descubría y que, ya con mirada madura y decididamente moderna, interpreta para celebrar la historia del lugar, su entorno tropical y la vivencia de esas evidencias.

Y es que la Plaza Cubierta propone una modernidad que, como dijo Octavio Paz (y repito la cita), « no está fuera sino dentro de nosotros, como lo que existe hoy y en la antigüedad más antigua, mañana y al comienzo del mundo, [eso que] tiene muchos años y acaba de nacer».

Transmiten estos espacios un “sentido histórico”, definido por T. S. Eliot como esa “percepción no sólo del pasado del pasado, sino de su presencia” que construye “un sentido de lo eterno tanto como de lo temporal, y de lo eterno y lo temporal juntos, (…) agudamente consciente de su lugar en el tiempo”, pues “no [se] puede tomar el pasado como un paquete, una masa indistinta”, sino sabiendo que “la diferencia entre el presente y el pasado es que el presente consciente es un conocimiento del pasado en una forma y con un alcance tales como no puede acreditarlos el conocimiento que el pasado tiene de sí mismo”. Y es que la tradición no es una herencia estática, sino un proceso que “sólo se obtiene con gran esfuerzo”.

En este sentido, la presencia tradición que se experimenta en la Plaza Cubierta no es una de espejos sino de reflejos, nacida de sugerencias y evocaciones en un campo espacial sin forma ni dirección definidas que, como los corredores de nuestras casas tradicionales, los territorios de luz de Reverón o los intersticios que animan el Instituto Botánico, se esponja para que los objetos sean identificables en sí mismos pero también se integren como conjunto por una energía que, relacionándolos, entreteje correspondencias y tensiones claras pero cambiantes, según la posición del habitante, los caminos de la luz y el carácter de ámbitos entrelazados pero autónomos.

En la construcción de esas correspondencias y tensiones las obras de arte juegan un papel fundamental.

Positivo-Negativo. Víctor Vasarely. Foto Archivo de la Fundación Villanueva.

Por la ubicación decidida por Villanueva, cada una enfatiza enclaves particulares de ese campo espacial y, con sus inflexiones propias o las que evidencia su relación con otras, refuerza la sinfonía de contrastes y relaciones en el conjunto. Pues fue el arquitecto quien seleccionó a los artistas y sus obras, quien decidió dónde se colocarían, diseñó las superficies sobre las que se desplegarían y en algunos casos determinó el tamaño y la organización final de sus componentes, a partir de las condiciones e intenciones del espacio a su cargo y bajo su conducción. Como bien dice, nuevamente, Marina Gasparini, los artistas “fueron los creadores de [las] obras; [Villanueva] es el artífice de todas ellas”.

En este sentido, y aunque esclarecer esta discusión sería muy extenso y complejo, es claro que en la Ciudad Universitaria, en su Conjunto Central y, específicamente, en la Plaza Cubierta, el maestro logra una notable “integración de las artes”, haciendo que cada una aporte a la totalidad valores que lo hacen mejor, pero no tanto una real “síntesis de las artes” que resulte en piezas que desmonten y trasciendan los límites disciplinares de cada una. La coexistencia de piezas es de calidad tan inusual que enumerar y analizar todas estas obras de arte exigiría otro ensayo y jamás alcanzaría la intensidad que ofrece la vivencia directa de las piezas en el lugar. Pero intentemos recordar la efervescencia de tensiones, contrapuntos, contrastes e interdependencias entre algunas de estas obras y en la fluidez de este espacio arquitectónico e inolvidable.

Henri Laurens. Amphion, 1953. Foto Germán Martínez (GermanX), 2015. Wikimedia commons.
Pastor de Nubes de Jean Arp. Foto Archivo Fundación Villanueva

El Amphion de Henri Laurens, alto, oscuro, contorsionado y rugoso, casi una estaca en el espacio que recibe el ascenso desde la “tierra de nadie”, funciona en relación de contraste y oposición con la masa compacta, brillante, serena y pulida del Pastor de Nubes de Jean Arp que, al otro extremo de esta sección de la Plaza Cubierta y como una suerte de pivote, dirige el movimiento hacia la antesala al Aula Magna desde el patio que delimita uno de los murales de Mateo Manaure.

Casi al centro de esa sección pero en relación al acceso desde la Plaza del Rectorado (originalmente un estacionamiento), el Bimural de Fernand Léger y el Homenaje a Malevich de Víctor Vasarely, ambos sobre superficies de formas activas, como velas agitadas por las brisas o, quizá, por su energía formal, forman una especie de cuenca que, interactuando con el mural de Pascual Navarro a la entrada hacia el Paraninfo, ofrece un remanso paradójicamente dinámico en un espacio cuyos cambios incesantes revelan sus mismas superficies.

Más al sur y en el camino que lleva a la Biblioteca Central y, por una escalera de valores escultóricos, a la Imprenta Universitaria y otro estacionamiento, la transparencia mediada por el Positivo-Negativo, también de Vasarely, frente a la Sala de Conciertos, recibe la luz que entra por un patio cuya forma responde a la de la obra y se responde en la “sombra de luz” que lo asienta sobre el pavimento, como metonimia de las celosías de bloque calado que, en palabras de Luis Polito, construyen “la mejor fachada de Venezuela (…) con efectos de sombras y luces [que] adquieren carácter de fantasía”, particularmente cuando, al atardecer, la luz inunda los pavimentos pulidos y sus brillos saltan como cardúmenes de peces que disfrutan la fluidez abierta de esa intensa belleza elemental.

Al entrar a la Biblioteca Central, el vitral de Fernand Leger ofrece otro de esos momentos mágicos construidos por colores primarios y luces vibrantes, siempre moderadas, por la exposición norte de las superficies vidriadas. Este espacio, un cajón de intensa luz entre maderas que suavemente cubren las superficies y cobijado por la curva del balcón en la mezzanina y la escalera que lleva a ella, sirve de introito a la Sala de Lectura que, extendida horizontalmente, se abre a la vista de la montaña que permite el jardín en la llamada “Tierra de Nadie”.

Boceto del Vitral de Léger
Biblioteca Central, vitral de Fernand Léger. Foto Archivo Fundación Villanueva

La apoteosis de esos entrelazamientos entre arquitectura y artes plásticas y, a mi entender, el único lugar en que ocurre, y magistralmente, la deseada “síntesis de las artes”, es el Aula Magna.

Ese gran salón (puede alojar más de 2.700 personas) fue la excusa para priorizar la construcción del Conjunto Central, pues se requería una sala que pudiera recibir los numerosos asistentes a la Décima Conferencia Panamericana, que tuvo lugar en Caracas a inicios de 1954, reunión considerada el origen de la Organización de Estados Americanos (OEA). Villanueva había concebido la sala y las rampas que, bajo una cubierta que parece flotar gracias al atinado manejo de la estructura, conducirían al balcón y esbozarían una idea de foyer en el espacio continuo ya descrito.

Villanueva solicitó a Alexander Calder realizar un Mobile que colgara de esa superficie, pero el escultor, que había estudiado ingeniería, supo captar en los planos que le mostró el arquitecto los valores de la sala tras esa antesala y, en un ardid ingenioso, aunque poco creíble, argumentó que las piezas del Mobile podrían terminar enredadas y destrozadas por las tormentas tropicales (que muy rara vez ocurren en Caracas…) y que él prefería trabajar en el interior. Villanueva le explicó que eso no era posible, pues estaban previstos unos paneles acústicos (casi desde el principio los técnicos en el área habían expresado su preocupación por las condiciones de sonido que produciría la forma de abanico propuesta) a lo que Calder respondió que él adaptaría su obra a las especificaciones técnicas que recibiera, para que su obra sirviera como elementos de control acústico.

Boceto de las nubes de Calder en el Aula Magna.

La treta del escultor, la precisión de los ingenieros de sonido (Bolt, Beranek & Newman), la sistematicidad de los ingenieros estructurales (Christiani & Nielsen) y la capacidad del arquitecto para interpretar los distintos requerimientos resultaron en este espacio, cuyas imágenes maravillan y que nos conmueve hasta el fervor cada vez que lo visitamos, preparándonos para el estallido emocional que ya sabemos nos espera cuando, tras pasear la luminosa penumbra de la Plaza Cubierta y traspasar los nichos definidos por la estructura que alojan las puertas, accedemos a este recinto amplio, envolvente, casi uterino, que, como el Panteón de Roma, ofrece cobijo y paz y, como una selva tropical, estalla en las formas coloridas y aparentemente accidentales de esos paneles que llamamos “Nubes Acústicas”, aunque el nombre que imaginó su autor fue “Platillos Voladores”.

El Aula Magna es una pieza atípica en la obra tanto de Villanueva como de Calder y en ambos casos lo distinto se convierte en maravilla.

Aunque exteriormente la edificación se fragmenta por la expresión de los componentes estructurales, el interior es continuo, casi macizo, como una cueva que encierra tanto como libera. Las “Nubes” se emparentan con la lógica formal de los Mobile, pero siguen la lógica constructiva de los Stabile. Juntos, espacio arquitectónico e intervención escultórica construyen una realidad sintética en la que, aunque pueden identificarse los elementos, cada uno de ellos es más porque existe con el otro y, en buena medida, ambos perderían sentido y hasta relevancia si el otro no existiera. De este modo, los trabajos son a la vez distintos y el mismo, con tanta fuerza que, a pesar del reconocimiento del propio Calder de que estas piezas eran su mejor obra, el registro que sobre su producción mantiene la Fundación Calder apenas menciona esta pieza (y con un tercer nombre…) y con alarmante frecuencia se habla del trabajo de Villanueva en el Aula Magna priorizando las “Nubes” y como si la arquitectura fuera sólo su marco distante.

Vista interior del auditorio y el escenario con “Platillos acústicos” de Alexander Calder. Foto Paolo Gasparini. Archivo Fundación Villanueva

Para ir cerrando esta sección de nuestras visitas a la obra de Carlos Raúl Villanueva destaquemos uno de sus aspectos más importantes e influyentes.

La casi totalidad de las obras de arte en el Conjunto Central de la Ciudad Universitaria se formulan desde el abstraccionismo y sería fácil alegar que la propia arquitectura tiende a la abstracción o que el énfasis proviene de los gustos personales de Villanueva, pero esa aseveración quedaría desmentida por el interés en el arte figurativo que demuestra su colección privada y su ya mencionada admiración por el trabajo de Balthasar Neumann.

Si a esa insistencia en el arte abstracto sumamos el que Villanueva haya incorporado al proyecto a un grupo de artistas venezolanos entonces muy jóvenes (todos en los alrededores de los treinta años), compartiendo de tú a tú con artistas ya internacionalmente reconocidos, podemos entender que en la escogencia de los artistas y sus obras hubo una marcada intención de señalar, didácticamente, lo que se pensaba debía ser el futuro visual y cultural del país: una idea muy específica de la modernidad que superara las convencionales miradas dominantes y se convirtiera en guía de ese propósito.

Ese doble impulso, de la abstracción como lenguaje de la modernidad local y de las nuevas voces al frente de su consolidación, determinarían nuestros caminos visuales e intelectuales a lo largo del siglo XX, también cuando el uno de los “muchachos” que participaron en el proyecto, Miguel Arroyo, se encargó del Museo de Bellas Artes y desde allí promovió la difusión de esos principios como espíritu de una época que hoy vemos con cierta nostalgia sin advertir que, como demuestra la propia Plaza Cubierta, la relevancia de lo que hemos sido depende de su capacidad para orientar lo que vamos siendo y apuntar lo que podemos ser.

Como veremos en la próxima entrega, las exploraciones desarrolladas por Carlos Raúl Villanueva al inicio de esa década de trabajo intenso y logros destacados determinará el rumbo de investigaciones igualmente intensas, con la casi irreverente jovialidad que el maestro mantendrá hasta el final de sus días y que nos convoca desde cada uno de sus espacios.

Carlos Raúl Villanueva en su estudio. Foto Paolo Gasparini. Archivo de la Fundación Villanueva
Notas

[1] Marina Gasparini Lagrange y Paolo Gasparini. Obras de Arte de la Ciudad Universitaria de Caracas. Co-edición de La Universidad Central de Venezuela, Monteávila Editores y el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC). Caracas, 1991.
[2] Silvia Hernández de Lasala. En busca de lo sublime. Villanueva y la Ciudad Universitaria de Caracas. Rectorado de la Universidad Central de Venezuela con el Consejo de Preservación y Desarrollo. Impresión Editorial Arte. Caracas, 2006.

Enrique Larrañaga (Caracas, 1953) es arquitecto (Cum Laude, Universidad Simón Bolívar, 1977 – Master of Enviromental Design, Yale University, 1983), fue profesor titular de la Universidad Simón Bolívar y profesor de la Maestría de Diseño Urbano de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido conferencista, jurado y profesor invitado en varias universidades venezolanas y del mundo, como la Universidad José María Vargas, Universidad De Buenos Aires, Universidad Central de Venezuela, Syracuse University en Nueva York y University of Miami, en Florida, entre otras. Fue director fundador del Centro de Estudios de la Ciudad, Arquitectura y Diseño Carlos Raúl Villanueva (2000-2002). Durante su práctica profesional en conjunto con Vilma Odalía recibió premios y distinciones en eventos nacionales e internacionales. Ha publicado Lo óptico y la háptico. Obras y Proyectos de Enrique Larrañaga y Vilma Obadía (Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber, 1998), Casa Americana (Birkhauser, 2003) y Transiciones (2018). Es coautor de distintos libros de ensayo sobre la arquitectura, así como colaborador de distintas publicaciones nacionales e internacionales.

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2 comentarios

  • Extraordinario.
    Cada palabra y cada imagen trajo a mi recuerdo mis años el la UCV.
    Este es, realmente, un documento histórico que cada venezolano debería tener en su casa y cada “Ucevista”, dentro de su corazón.
    También, para las nuevas generaciones, para que sientan orgullo, por esta magna obra de arquitectura. Templo de saberes.

    Gracias, Muchas gracias.

    Econ. Jesús Alberto Ortega B.
    (egresado en 1965)
    Alumno y profesor.

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