Carlos Raúl Villanueva: la construcción de la modernidad (I)

Enrique Larrañaga

Cualquier recuento sobre los grandes artistas venezolanos del siglo XX seguramente incluirá nombres como los de Reverón, Soto, Cruz Diez, Gego, Marisol y Otero, entre otros. Pero es poco probable que esa lista contenga el nombre de arquitectos, urbanistas, paisajistas o diseñadores, aunque frecuentemente utilizamos y reconocemos el valor de espacios, edificios y objetos cuya autoría desconocemos. Relegar al anonimato a esos creadores sin duda los ofende, pero, además, y probablemente más, nos obstaculiza a todos entender qué somos, por qué y cómo lo hemos ido siendo.

Si, como dijo Octavio Paz, la arquitectura es el testigo insobornable de la historia, pues a través de su manejo de aspectos técnicos y posiciones estéticas, expresa cómo una sociedad concibe el mundo y su papel en él, ignorar sus evidencias, también testimonia lo que esa misma sociedad ignora, sea por falta de conocimiento o de interés, sobre su historia territorial, urbana y edificada, con una desmemoria probablemente fuente de muchos otros extravíos. Esta nota y las que la seguirán intentan no sólo reconocer la obra de personajes relevantes para nuestra cultura, sino señalar sus aportes a la formación de lo que somos a partir de la construcción de los lugares que nos ubican, identifican y explican.

Parece sencillamente natural iniciar esta serie con una reflexión sobre la obra de la figura referencial de la arquitectura venezolana: Carlos Raúl Villanueva. Como persona, docente y profesional, Villanueva marcó la frecuentemente accidentada, pero constante búsqueda de la modernidad que signó buena parte del siglo XX venezolano. Su contribución fue tan intensa y extensa que es difícil resumirla en una sola entrega y, por eso, para recorrerla con algo más de detenimiento y, así, disfrutarla, dedicaré a ella tres breves ensayos, el primero de los cuales inicio ahora.

Carlos Raúl Villanueva. Fotografía de Alfredo Boulton.

I

Carlos Raúl Villanueva Astoul nació en Londres el 30 de mayo de 1900, de padre venezolano (entonces Cónsul de Venezuela en esa ciudad) y madre francesa. Cuando tenía siete años, la familia se mudó a París, y allí completaron los hijos sus estudios primarios y secundarios. Concluidos éstos, Carlos Raúl estudió arquitectura en la École Nationale Supérieure des Beaux-Arts y de no haberse atravesado los tiempos complicados de la entreguerra, cabe pensar que habría desarrollado su vida profesional en Francia.

Por sugerencia de uno de sus hermanos, con 28 años, Villanueva viene por primera vez a Venezuela, su país, que en realidad le era desconocido. Pasa unos meses en Cojedes, otro hermano lo anima a ir a Estados Unidos, trabaja allá por un breve período y decide volver a Venezuela en 1929, como una suerte de inmigrante llegando a su propia patria. Instalado en Maracay, en ese entonces centro del poder nacional, proyecta y construye el Hotel Jardín (1930), actual sede de la Gobernación del Estado Aragua, y la Plaza de Toros (1933), hoy llamada Maestranza César Girón, ambos edificios relativamente modestos pero especiales. En ellos, el joven que luego sería maestro integra, con libertad y habilidad que le facilita su formación ecléctica en la École des Beaux-Arts, diferentes estilos de un modo que los hace resaltar en la entonces bastante provinciana ciudad en que se instalan.

Fachada y planta de La Maestranza César Girón y foto de fachada. Archivo Fundación Villanueva.
Foto de la arena de la Maestranza de Bob J. Galindo (Wikimedia commons Licencia CC BY-SA 4.0).

Vista aérea del conjunto de la Maestranza César Girón. Foto Paolo Gasparini. Archivo Fundación Villanueva.

Así, comenzando su carrera, Villanueva demuestra ya una sólida formación que le permite manejar diferentes expresiones arquitectónicas, comprender distintas escalas y demostrar que lo arquitectónico y lo urbano son parte de la misma unidad edificada. En paralelo, se dedica a entender las particularidades de un país que, para hacerlo suyo, debe conocer y para ello registra las técnicas, maneras, particularidades y expresiones arquitectónicas locales con la rigurosidad aprendida durante su formación. Así ensambla una especie el “diccionario arquitectónico personal” que luego sustentará el revelador “mestizaje” disciplinar y las estimulantes evocaciones que definen su obra. Estos apuntes fueron ejecutados con la dedicación de quien intenta descifrar una realidad de la que necesita ser parte y son, además de formalmente hermosos, muy explicativos sobre lo que describen y, como irá demostrando su trabajo, un modo efectivo de ir esclareciendo sus intenciones, búsquedas y énfasis para formar un lenguaje que es, a la vez, propio y enraizado.

En 1933 Villanueva se casa con Margot Arismendi, hija del urbanizador Juan Bernardo Arismendi, actor prominente en la expansión de Caracas. Con Margot, Villanueva tendría cuatro hijos (dos de ellos arquitectos) y también su primer desencuentro profesional con un medio que, aunque se declaraba abierto a la experimentación innovadora, se mantenía rancio, empeñado en conservar cosas, costumbres y formas que se resistía a abandonar.

Carlos Raúl Villanueva. Qta. Los Manolos, Urbanización La Florida, demolida en 1979. Foto en Fundación arquitectura y ciudad.

En un terreno que les había regalado el padre de ella, Villanueva proyecta, en 1934, la primera casa para la familia. Como reseña su propia hija, la casa, apenas discretamente moderna, no fue asimilada por su esposa, quien pronto y enfáticamente manifestó su rechazo, hasta lograr que la pareja la abandonara. Ese desencuentro lo aparta de los encargos directamente familiares por casi veinte años, hasta la construcción de la vivienda definitiva de la pareja y sus hijos, pero quizá lo forzó a replantearse su relación con el país que descubría.

Pudiera interpretarse algún retraimiento en las “estrategias conciliadoras” conque enfrenta los siguientes encargos, pero también un “repliegue táctico” para madurar su lenguaje, demostrar sus aptitudes y consolidar su credibilidad. Con indudable talento y cierta picardía, Villanueva desarrolla proyectos que aquella sociedad aún retraída, en búsqueda de modernidad, pero con temores y prejuicios atávicos, asimila con admiración y sin sobresaltos, como sin advertir la subversión que ellos proponían.

Tal es el caso del conjunto formado por el Museo de Bellas Artes (1936) y el Museo de Ciencias Naturales (1940), presentados con la serena prestancia del orden dórico, pero con peculiaridades que anuncian una actitud que trasciende la de una simple réplica. En el límite oriental de la ciudad tradicional, como portal a la alameda central de lo que fue la Hacienda “La Industrial”, convertida en Parque Sucre en 1924 y actual Parque Los Caobos, los edificios, distintos, pero complementarios, delimitan un espacio circular, una figura insólita en el repertorio urbano de la Caracas de entonces, conformado por unos frentes edificados con una arquitectura aparentemente clásica también inusual en la ciudad y que los presenta con una formalidad propia de la jerarquía institucional de sus usos, pero llena de ambigüedades que sugieren tanto conocimiento como libertad en su manejo.

Boceto de la planta del museo. Archivo Fundación Villanueva.
Fachada del Museo. Archivo Fundación Villanueva.

Tras el pórtico en la fachada principal del Museo de Bellas Artes, la comprimida puerta de ingreso y un vestíbulo a la vez contenido, pero fluido hacia el frente y los lados, se abre un patio en forma de abanico, delimitado por columnas a lo largo de corredores que construyen una transición formal, espacial y funcional entre las salas de exhibición y el patio. Sobre ellos y delimitando el espacio, las cornisas se desarrollan juguetonamente, saltando o quebrándose con una espontaneidad que sorprende tras una fachada tan ceremonial y que, al detallarla, demuestra un similarmente poco ortodoxo manejo de los estilos, a pesar de la impresión inicial.

Las ampliaciones realizadas al Museo de Bellas Artes (todas proyectadas por Villanueva e inauguradas, la primera, en 1957, y la final, en 1976) suman a esa regularidad una fluidez en las circulaciones, los patios de luz y las relaciones con el exterior que transforma el academicismo original en un conjunto dinámico que se desliza por el terreno, involucra sus rincones y desarrolla las secuencias hasta la rampa del último edificio que diseñó el maestro.

Museo de Bellas Artes, Caracas. Foto reproducida del sitio IAM Venezuela

De este modo, el Museo de Bellas Artes que podemos visitar hoy en día ofrece una oportunidad singular de recorrer la evolución del pensamiento y la obra de Villanueva, desde su primer edificio institucional en Caracas hasta el último (de hecho, concluido después de su muerte) y la ampliación (construida poco después del Conjunto Central de la Ciudad Universitaria), en tres momentos tan diferentes en su planteamiento arquitectónico como claros en su formulación. Esta evolución profesional, personal e intelectual pasa del entendimiento de la arquitectura como la presentación de objetos estáticos y de estilos reconocibles a una que entiende y ejerce el hecho arquitectónico como la construcción de experiencias dinámicas, superpuestas y hasta impredecibles que van ensamblando momentos diversos como una unidad perceptualmente consistente pero abierta, cuyas fuentes pueden identificarse, pero cuyo disfrute trasciende ese nivel inicial de analogías.

Esa capacidad para interrelacionar referencias reconocibles y construir presencias reveladoras es posiblemente lo más resaltante de la Reurbanización de El Silencio (1942-1945). Desarrollado sobre un sector urbano arruinado e insalubre y a partir del esquema ganador del concurso de 1942, “El Silencio” acomete un proyecto de vivienda que reformula la estructura urbana, local y general de manera tan ingeniosa que parece sutil.

Planos de la reurbanización del silencio. Archivo Fundación Villanueva. Pulsar las imágenes para verlas individualmente.

El conjunto articula las avenidas Bolívar, Sucre y San Martín en una plaza longitudinal y transversal, otra innovación en el repertorio formal caraqueño. Su trama se vincula a la retícula tradicional de la ciudad, pero la transforma con calles en diagonal y manzanas de nuevos tamaños y proporciones. Los edificios introducen alturas y longitudes hasta entonces desconocidas en la ciudad y alojan apartamentos que organizan la cotidianidad de modo también distinto a lo entonces usual.

¿Cómo puede, entonces, Villanueva, que no había podido convencer a su propia esposa de intentar formas menos convencionales, proponer con éxito una presencia urbana tan potencialmente disruptiva? La respuesta es, al mismo tiempo, sencilla y sorprendente. Utilizando sus estudios previos, Villanueva copia los portales de las casas en los accesos a los edificios y las arcadas alrededor de los patios para conformar las galerías urbanas, y así refiere esas presencias que podrían haber sido disonantes a piezas relevante para el imaginario colectivo, amainando la posible agresividad de la intervención al convocar raíces visuales comunes y reconocibles. Esta operación sería ya admirable si no fuera porque, encima de eso, no es explícita ni funciona exactamente en esos términos.

Aunque suele decirse que en “El Silencio” Villanueva retoma la tradición caraqueña de las galerías urbanas, la verdad es que las galerías eran un recurso muy inusual, casi inexistente, en esta ciudad. Así, la inclusión de una pieza que otorga a las fachadas una continuidad, profundidad y permeabilidad hasta entonces también desconocida, más que retomar una tradición, la inventa, en una operación que sigue asombrando. Además, al copiar en las columnas de las galerías las de los corredores del Colegio Chávez, Villanueva transfiere a la externalidad urbana un elemento propio de la interioridad doméstica, trasponiendo lo privado a lo público para, sugiriendo para éste una condición íntima, construir una correspondencia física y simbólica que presenta como habitual un gesto trasgresor.

Vista Plaza Urdaneta. Bloque. Archivo Fundación Villanueva.

Las galerías forman un basamento que hilvana los frentes urbanos del conjunto, en el que se insertan réplicas de portales emblemáticos para marcar los accesos o se interrumpen con interpretaciones de los zaguanes tradicionales para producir otras entradas.

Sobre esa pieza continua, pero articulada se desarrollan fachadas menos ornamentadas, emparentadas tanto con las operaciones de vivienda popular desarrolladas en Viena como con la sencillez de la arquitectura vernácula local. Esos planos homogéneos, enriquecidos por balcones y cornisas, la particularidad de ciertas esquinas, las sombras de aleros ocasionales y sus quiebres para responder a los cambios topográficos, construyen perfiles variados que dinamizan la regularidad de los bloques.

Patio interno del conjunto de los Bloques de El Silencio. Archivo Fundación Villanueva. Foto Abel Naim.

En su continuidad, las galerías operan como transición entre la calle, los locales comerciales y los accesos a los edificios. Esos accesos llevan a los patios en el interior de las manzanas que, como una interpretación a otra escala del patio doméstico, congregan los apartamentos. En estos, las estancias más formales se disponen hacia las calles y las de servicio hacia los patios, como otra elaboración evocadora pero no explícita del modelo tradicional. Como una elaboración a escala comunitaria de la casa tradicional, los bloques retoman hilos de la memoria colectiva para tejer nuevas y hasta intrépidas presencias, tan consistentes como sorprendentes.

En estos términos, “El Silencio” es, además del proyecto de vivienda pública y urbana más exitoso de nuestra historia y uno de los más importantes en el continente, un generador de experiencias y situaciones que integran la evocación tradicional y la aspiración moderna, una de las virtudes que caracterizará la arquitectura de Villanueva y su aporte disciplinar.

Ya en el Grupo Escolar “Gran Colombia” (1938-1939) Villanueva había investigado las posibilidades expresivas de modos modernos que luego desarrollaría en “El Silencio”.

Escuela Gran Colombia. Planta baja. Archivo Fundación Villanueva.

Desarrollada dentro del plan de escuelas iniciado durante el gobierno de López Contreras, ciertamente uno de los programas de obra pública más resaltantes de nuestra historia, la escuela “Gran Colombia” puede, y quizá debe, entenderse como un pivote en el desarrollo personal y profesional de Villanueva. Sobre todo cuando, cotejando fechas, se relaciona este diseño abiertamente moderno con el Pabellón de Venezuela en la “Exposición Internacional de las Artes y de las Técnicas en la Vida Moderna” que Villanueva y Malaussena construyeron en París en 1937, un proyecto que, aunque menor en la obra de ambos arquitectos, obtuvo el “Grand Prix” en aquella muestra.

Se impone recordar que en la misma feria y no lejos del pabellón venezolano, Luis Lacasta y José Luis Sert (luego amigo de Villanueva) construyeron el emblemático pabellón español, en el que se presentó una admirable muestra de arte español contemporáneo, que incluía el celebérrimo “Guernica” de Picasso. Ese lienzo compartía con la “Fuente de Mercurio” de Calder (el único autor no español incluido en la muestra) un espacio que se abría a un patio cubierto por una colorida lona, recortada para permitir el paso de un árbol imponente que, como otra pieza escultórica, caracterizaba el lugar. Sin duda, formas, expresiones y relaciones espaciales muy distintas al pesado acartonamiento “Spanish Colonial” del pabellón venezolano.

Aprovechando la beca de estudios que incluía el encargo del pabellón, Villanueva estudia en el Instituto de Urbanismo de París. Cabe asumir que el arquitecto aprovechó esa estancia, de sólo siete meses, para empaparse del acontecer artístico de una ciudad al borde de otra guerra, pero en plena efervescencia, lo que marcaría su sensibilidad, prioridades y desarrollo posterior. Aunque Villanueva no llegó a conocer a Calder en esa experiencia parisina, resulta ahora claro que la imponencia de la obra de Picasso, su contrapunto con la escultura del estadounidense y, principalmente, la liviana fluidez cargada de luz de aquella estructura metálica y rellenos modulares del pabellón español le impactaron fuertemente.

Al regreso de esa experiencia, Villanueva proyecta la escuela “Gran Colombia”, un par de años más tarde “El Silencio” y mientras la obra aún está en construcción, el primer Plan Maestro para lo que será su gran obra, el conjunto arquitectónico más notable de la arquitectura venezolana, un proyecto insigne en la arquitectura continental y uno de los más importantes de la modernidad internacional: la Ciudad Universitaria de Caracas.

Desarrollada a lo largo de treinta años y por ello marcada por intenciones y expresiones distintas, producidas en momentos diferentes, la Ciudad Universitaria de Caracas es una referencia ineludible para entender el legado de Villanueva. El conjunto, cada una de sus piezas y las distintas fases que marcan su desarrollo ofrecen la riqueza reconocida por su inclusión en la lista de Patrimonio Mundial de la Humanidad de la UNESCO.

Los primeros esquemas y edificios tienen una evidente relación de continuidad con la obra temprana del maestro que, en las progresivas transformaciones del Plan Maestro y de las edificaciones, van materializando la curiosidad que alimenta su desarrollo profesional, la construcción de un lenguaje propio y la integración de su obra más importante.

Vista aérea de la ciudad Universitaria. Archivo Fundación Villanueva.

Villanueva propone las primeras ideas para la Ciudad Universitaria de Caracas en 1944, cuando, después de analizar distintas opciones, se decide adquirir la Hacienda Ibarra, entonces en las afueras de la ciudad, para instalar allí la Universidad Central de Venezuela. Para llevar a cabo ese propósito se había creado el “Instituto de la Ciudad Universitaria”, un equipo del que, casi sin advertirlo, Villanueva pasó a ser coordinador de arquitectura. Como asesor general se había contratado a Frank McVey, profesor emérito de la Universidad de Kentucky, quien promovía el modelo de Campus típico de las universidades de su país –esto es, un gran jardín central definido por las edificaciones que lo delimitan– y la adopción de un estilo arquitectónico que representara la identidad del lugar, que McVey proponía debía ser el “Spanish Colonial” que, en su opinión, era el apropiado para una obra en América Latina.

Las sugerencias estilísticas de McVey no fueron atendidas (se deseaba un conjunto que “mirara hacia delante”, no hacia atrás) pero sí su idea de concebir el conjunto como un campus. El equipo había visitado la Ciudad Universitaria de Bogotá, en la que la integridad del jardín central se preserva trasladando la circulación vehicular a un anillo perimetral de forma elíptica, una estrategia que será parcialmente adoptada y dimensionalmente adaptada en la organización del caso caraqueño, y con tanta fuerza que es de las pocas cosas de aquella propuesta que aún persiste.

El Plan Maestro de 1944 dispone las edificaciones simétricamente, a los lados de un eje entre el Hospital Universitario y las áreas deportivas, con un campus central delimitado por los edificios académicos. Este conjunto se rodea con un óvalo de paseos peatonales y se sirve desde una circulación vehicular básicamente perimetral.

El Hospital Universitario fue la primera construcción en iniciarse (1945, aunque se inauguró en diciembre de 1953). Su localización, frontal y como referencia principal de la simetría propuesta, le confiere un rol protagónico en esa organización inicial.

Hospital Clínico Universitario. Archivo Fundación Villanueva.

Villanueva interviene el proyecto propuesto, casi impuesto, por la compañía que suplió la totalidad de los equipos, incorporando algunos signos modernos que recuerdan la obra de Mendelsohn, y la permeabilidad algo más tropical que aportan patios y balcones. Sin embargo, este orden que pudiéramos calificar de híbrido no desmonta la masiva frontalidad del inmenso trasatlántico edificado, como tampoco las posteriores intervenciones cromáticas que Villanueva encargaría a Mateo Manaure. La disposición de los edificios para los Institutos Anatomo-patológico y de Medicina Experimental, ambos de 1945, enfatiza el orden simétrico y, por el efecto de perspectiva que añade su inclinación, la profundidad que monumentaliza el conjunto, al tiempo que añade a esa pieza fundacional una distancia ceremonial.

Desde el principio estaba planteado construir en el otro extremo del campus el conjunto deportivo, en lo que interpreto es una metáfora, intencional o no, del objeto mismo de una universidad: al este, con el alba y abierta al paisaje, la vitalidad de cuerpos activos, y al oeste, con el ocaso y como cobijadas en el regazo de la montaña, la debilidad, enfermedad y posible muerte, mientras en el tránsito entre ambas se construyen los espacios que estudian, precisamente, lo que sucede entre el inicio y el final de este misterio que llamamos vida.

Ya esa oposición hubiera sido suficientemente incitante, pero, además, con el Estadio Universitario (1949-1950) y otras edificaciones quizá menores, pero fundamentales para el ensamblaje de la Ciudad Universitaria, concluidos o desarrollados en esos años, Villanueva abre un capítulo nuevo y distinto en su ideario disciplinar.

Como en los trabajos de Pier Luigi Nervi a los que evoca, en el Estadio Universitario el planteamiento estructural es el planteamiento arquitectónico. A diferencia de la formalización monumental del hospital, que oculta o al menos disimula su realidad práctica, el aspecto del Estadio expresa directamente el manejo de las cargas y, así, convierte el orden constructivo en principio expresivo. Lo mismo hacen los pasillos cubiertos que, a pesar de lo que hoy luce como ciertos excesos y varios descuidos recientes, siguen siendo fascinantes. La forma de estas edificaciones ya no es un ropaje que esconde el esqueleto que las sostiene, sino la celebración de los componentes técnicos como razón ética de la formulación estética. El fluido desarrollo de las líneas de la tribuna va relatando el tránsito de las fuerzas y ese transcurso sustenta la más profunda forma y razón de la arquitectura como materia propia.

En apenas cinco años, la gramática proyectual de Villanueva ha dado un giro casi radical, desde el énfasis en el objeto estático, envuelto, frontal, distante y fundamentalmente visual, al ensamblaje de sistemas dinámicos, desnudos, que se ofrecen para ir siendo descifrados a medida que describen, de manera directa y en ángulos diversos, su lógica constructiva. No es poco este cambio y en sí mismo demostraría ya una inusual capacidad de revisión conceptual y metodológica. Pero, como veremos en la próxima entrega, Villanueva no se detiene ahí. A partir de 1952, con el proyecto y construcción del Conjunto Central, transformará el Plan Maestro de la Ciudad Universitaria y el discurso arquitectónico de sus edificios con la particular interpretación de lo tropical que determina sus obras mayores y más relevantes.

Sin embargo, y aunque ello contradiga la fascinación romántica de, como en un rapto, haber vivido una epifanía que le habría mostrado la luz y cambiado sus caminos, un pequeño edificio, frecuentemente ignorado, el Instituto Botánico (1949), demuestra que su proceso era más sistemático y cónsono con la aserción del propio Villanueva, al definir al arquitecto como un intelectual que, a través de lo técnico, busca lo artístico.

Esta pequeña, pero grandiosa pieza demuestra que el proceso que lleva al maestro del academicismo del Hotel Jardín al dinamismo de la Plaza Cubierta es producto de una sostenida, aunque no lineal comprensión de claves disciplinares y articulación de recursos expresivos que le permiten integrar, abierta pero claramente, la libertad formal de la arquitectura moderna con la permeabilidad espacial de las construcciones locales.

En el Instituto Botánico, Villanueva aloja las actividades en volúmenes diferenciados, una práctica común en la arquitectura moderna mundial pero casi inexistente en la obra previa del maestro. Para evitar la disgregación de masas que pudiera haber causado separarlas, Villanueva incorpora un grupo de luminosos espacios ajardinados que interrelacionan los cuerpos a través de intersticios, entre rampas y como escenarios desplegados a lo largo de secuencias, en un conjunto de ambientes no previstos en el listado oficial de necesidades funcionales, y que generan experiencias notables, como lo hacen los poyos, zaguanes, corredores y patios de la arquitectura tradicional, que también transforman las distancias en manifestación de una decidida voluntad de acercamiento.

Esta interacción de vivencias tradicionales y formulaciones modernas, vividas a través del movimiento y de la experiencia de luces, brisas, floraciones y sus variaciones como componentes arquitectónicos será, como veremos en la próxima nota, el signo de la arquitectura de Villanueva.

En apenas 20 años, Villanueva ha logrado plantear los fundamentos de la arquitectura que desarrollará en los algo más de 20 años que le quedan por vivir y a través de la que nos legará modos de comprender y vivir este lugar que habitamos con espíritu, brío y regocijo moderno, tropical y fundadamente local.

No poca cosa para alguien que llegó a un país desconocido y supo entenderlo tan intensamente que hoy nos lo revela con tan intensa claridad.

Enrique Larrañaga (Caracas, 1953) es arquitecto (Cum Laude, Universidad Simón Bolívar, 1977 – Master of Enviromental Design, Yale University, 1983), fue profesor titular de la Universidad Simón Bolívar y profesor de la Maestría de Diseño Urbano de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido conferencista, jurado y profesor invitado en varias universidades venezolanas y del mundo, como la Universidad José María Vargas, Universidad De Buenos Aires, Universidad Central de Venezuela, Syracuse University en Nueva York y University of Miami, en Florida, entre otras. Fue director fundador del Centro de Estudios de la Ciudad, Arquitectura y Diseño Carlos Raúl Villanueva (2000-2002). Durante su práctica profesional en conjunto con Vilma Odalía recibió premios y distinciones en eventos nacionales e internacionales. Ha publicado Lo óptico y la háptico. Obras y Proyectos de Enrique Larrañaga y Vilma Obadía (Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber, 1998), Casa Americana (Birkhauser, 2003) y Transiciones (2018). Es coautor de distintos libros de ensayo sobre la arquitectura, así como colaborador de distintas publicaciones nacionales e internacionales.

Nota editorial: La foto de la cabecera del artículo es autoría de Germán Martínez, UCV 2015. Wikimedia Commons, licencia CC BY-SA 4.0.

Un comentario

  • Extraordinaria su obra. Y excelente la producción de este artículo.
    Mi agradecimiento y felicitaciones a todos los colaboradores de la revista Estilo.

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