Carlos Raúl Villanueva: la construcción de la modernidad (y III)

Enrique Larrañaga

En los años inmediatamente siguientes a la realización del Conjunto Central de la Ciudad Universitaria de Caracas, Villanueva desarrolla, tanto en el propio campus universitario como al frente del Taller de Arquitectura del Banco Obrero (TABO) y en un pequeño pero notable grupo de encargos particulares y personales, una sorprendente calidad y cantidad de proyectos, varios de ellos entre lo más resaltante de su obra.

Entre los trabajos en la Universidad Central, bastarían para sostener esta afirmación los edificios de la Facultad de Humanidades (1953-1956), Arquitectura y Urbanismo (1954-1956), Odontología (1955-1957) y Farmacia (1956-1960), a los que habría que sumar el edificio de la Escuela de Ingeniería y Petróleo en la Universidad del Zulia. Edificios tan distintos entre sí como las disciplinas que acogen y sus particulares emplazamientos, pero de idéntica dedicación al empeño de expresar lo local con clara voluntad moderna.

El edificio de la Facultad de Humanidades, ubicado sobre el espacio que en el Plan Maestro original ocupaba el jardín central del campus, como para descartar todo posible arrepentimiento sobre el cambio ya en marcha, se organiza como una gran casa tradicional, formalmente comedida, pero espacialmente enriquecida por patios que, con ritmo sereno, refuerzan la sencilla pero insinuante trama de corredores y esponjan los espacios con luces que ofrecen variaciones sutiles pero tan sorprendentes que a veces es fácil no advertir la regularidad general, construida por circulaciones relacionadas con los patios por celosías de bloques calados que aportan a la experiencia luces, sombras, tranquilidad y protección.

En la biblioteca, la luz evidenciada por las sombras de las pérgolas sobre el jardín interior juega con las obras de Jean Arp instaladas sobre el muro de fondo. De este modo y en otra de las estimulantes sorpresas que ofrece este edificio tranquilo pero inagotable, la interioridad casi cavernosa de este espacio se transforma en una fuente resplandeciente de experiencias renovadas que incluye con perfecta entonación la coherencia arquitectónica, el acompañamiento artístico y la vitalidad de lo natural.

Plaza cubierta, UCV. Foto Julio César Mesa @juliotavolo en Flickr e instagram, 2023.

Esa sencillez de la organización no ignora, sin embargo, la variedad de condiciones que interconecta y, de hecho, las utiliza para crear en esa regularidad diversos matices. A lo largo del frente exterior de los cuerpos al sur se ubican ambientes de menor escala y con aberturas moderadas que buscan atenuar la inclemencia del sol tropical sobre esa orientación, mientras los ambientes principales de esta ala se abren a patios que, abiertos al asoleamiento más amable del norte, garantizan la ventilación permanente. El arquitecto diseña los techos de los cuerpos centrales con perfiles de mayor libertad formal y, así, otorga a esos ambientes un carácter propio. El auditorio, como será común en todas las facultades, se presenta con forma, textura, estructura y disposición autónoma para denotar la importancia y singularidad de esta pieza ceremonial.

El cuerpo norte concentra una casi avasallante variedad de condiciones. Lo atraviesa una circulación de mayor dimensión que, sin disminuir la importancia de la trama de pasillos públicos en la Ciudad Universitaria, ofrece una especie de atajo a lo largo del cual, y sin contradecir su linealidad, se ofrecen conexiones que, como bahías espaciales, conducen el flujo hacia las otras direcciones que entretejen el sistema de tránsitos en el edificio y entre él y los espacios exteriores que vincula y lo alimentan.

Al norte de esa circulación, entre ella y el jardín lineal que relaciona esta Facultad con el pasillo alabeado entre ella y la de Ciencias Económicas y Sociales (1963-1967, con Gorka Dorronsoro), las aulas ofrecen una sorpresa regocijante. Conectadas directamente al jardín, casi como si las clases tuvieran lugar a campo abierto y apenas delimitadas por ventanales de piso a techo que pueden rebatirse totalmente, estos ambientes celebran tanto la libertad ambiental del trópico como la libertad intelectual del conocimiento.

Por su parte, la Facultad de Farmacia se desarrolla verticalmente y en un bloque ordenado en dirección este-oeste, con fachadas más permeables hacia el norte y más protegidas hacia el sur. Su implantación, en casi total simetría con el Instituto de Medicina Tropical, ayuda a delimitar el anillo que envuelve el grupo principal de edificios. Mientras el edificio confirma y conforma esa condición de borde, los espacios en la planta baja dan permeabilidad a lo que pudiera haber sido un límite terminal y categórico con espacios que, con transparencias similares a las presentes en el Conjunto Central, construyen un sentido de continuidad sin diluir la presencia de los distintos estadios.

Transversalmente, la secuencia se va desarrollando desde el acceso, al lado de un jardín que, como un zaguán, da profundidad a este tránsito, para arribar al remanso que sirve de recepción, desde el cual es posible proseguir hacia la rampa que, ya exterior, conduce a las áreas más recluidas al sur, hoy delimitadas por la Escuela de Ingeniería Metalúrgica (1976-1988), proyectada por Gorka Dorronsoro.

En el sentido longitudinal del bloque, la circulación conecta el auditorio, al este y también diferenciado como pieza autónoma, la escalera de emergencia al oeste y el módulo de circulaciones verticales, casi al centro de la edificación.

La Facultad de Odontología, también desarrollada como un bloque vertical, es uno de los muy pocos edificios que, forzado por su localización, se desarrolla en sentido sur-norte, lo que expone las fachadas principales al este y el oeste. El arreglo de las actividades produce una planta que reconoce la diferencia entre estas exposiciones, concentrando los elementos de servicio en el borde oeste, como una barrera que amortigua el sol de la tarde, y disponiendo los espacios principales hacia el asoleamiento más amable del frente este, con quiebrasoles profundos que dan, a la vez, espesor, permeabilidad y liviandad a esta fachada. Pero, quizá precisamente por las necesidades de protección que impone la ubicación, el elemento más notable de este edificio es el grupo de intermediaciones que construyen el acceso, como un preámbulo luminoso pero protegido que, con sus transparencias y relatividades, desdibuja cualquier lectura determinista de las fronteras. Actividades que uno esperaría encontrar en el interior del edificio, como la cafetería o el vestíbulo del auditorio, se ubican fuera del bloque principal, construyendo un prólogo que, animado por las luces y sombras de sus pérgolas, integra las categorías de interior y exterior y convierte el ritual de acceso en un festín sensorial.

En la Escuela de Ingeniería y Petróleo en la Universidad del Zulia, Villanueva dispone los componentes del programa en siete cuerpos diferenciados, tramados por un claro sistema de circulaciones al que se accede por el patio público que conforman el auditorio, la cafetería y la biblioteca y que conduce a una suerte de avenida central de la que se desprenden, ortogonalmente, los distintos cuerpos. Los frentes sur, este y oeste de estas edificaciones se envuelven en bloques calados para amortiguar el inclemente del clima en el exterior y acondicionar las circulaciones internas que protegen los salones, abiertos al exterior a través de coloridos quiebrasoles verticales que forman las fachadas al norte.

Escuela de Ingeniería y Petróleo en la Universidad del Zulia. Archivo Villanueva

Entre todos estos edificios, la Facultad de Arquitectura y Urbanismo tiene valores particulares, quizá por la dedicación del maestro al ejercicio docente. Villanueva estuvo entre quienes, primero, promovieron la formación de la Escuela de Arquitectura (1941) y, luego, su designación como Facultad autónoma (1953) y en 1964 dijo que “casi, casi [se sentía] más satisfecho de [su] obra espiritual, es decir, la docente, que de la material”.

Villanueva en clases en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo en la UCV. Foto Archivo Fundación Villanueva.

Pese a que esta conmovedora confesión las presenta como categorías distintas, creo que la Facultad de Arquitectura comprueba que en los buenos edificios no existe distancia entre obra física y obra conceptual, pues todos los espacios pueden poseer, simultáneamente, valor arquitectónico y utilidad didáctica y, así, ofrecer estas cualidades al disfrute del observador atento y al aprendizaje del estudiante alerta. El cuerpo de aulas dispuesto como un bloque vertical, desarrollado en sentido este-oeste y exposición norte-sur, se monta sobre un océano de campos, articulaciones y enclaves espaciales que, como las derivas situacionistas que Guy Debord propondría pocos años después, operan como un tránsito fugaz a través de ambientes cambiantes, (…) sin un centro, sino como un número infinito de centros en movimiento, [bajo] la soberanía de la sorpresa y el deseo.

El juego de cubiertas de formas variadas y las diferentes luces que ellas permiten, el ordenamiento de circulaciones continuas pero no evidentes, el despliegue de patios, el contrapunto de compresiones y expansiones, la inflexión del cuerpo que reúne al auditorio, la sala de exhibiciones y la biblioteca y los numerosos intersticios que oxigenan esos deambulares y activan la experiencia entre contrastes de luz, alturas, materialidad, transparencias e interrelaciones, además de la atinada imbricación entre elementos arquitectónicos e intervenciones artísticas (el trabajo de Alejandro Otero en la fachada o los muros pedagógicos diseñados por Miguel Arroyo son especialmente exitosos) ofrecen una diversidad de experiencias que instruyen sobre las oportunidades y deberes de la arquitectura como acto social por excelencia, destinado a servir a las personas que los utilizan en el ejercicio de su vida en comunidad.

El contraste entre la fachada sur del bloque vertical, presentada como un plano continuo de celosías de bloque calado, y la norte, protegida por viseras y planos en concreto en obra limpia que descomponen el plano para hacerlo permeable, ofrece una notable experiencia estética pero, ante todo, una clara lección sobre cómo concebir y ejecutar un edificio a partir de las condiciones en las que se implanta, sólo un obstáculo para diseñadores torpes y una oportunidad para quien sabe observarlas con propiedad.

En la Facultad de Arquitectura como en todas las edificaciones que siguen al Conjunto Central, la expresión arquitectónica se sostiene sobre la evidencia de la estructura y los materiales empleados en la construcción. No hay truco ni trampa en estos lugares, sólo capacidad para transformar lo evidente en maravilla; y eso, que sin duda no es poca cosa, exige el talento que experimentamos al vivirlos.

En paralelo a la construcción de estos y otros edificios en la Ciudad Universitaria y al frente del TABO, Villanueva diseña un número impresionante de edificios de vivienda pública. Había accedido a esa posición por su éxito en El Silencio, pero, de manera que pudiera sorprender, asume esta nueva fase con criterios arquitectónicos y urbanos tan distintos a éste que son casi opuestos.

El proceso que inicia la Unidad Residencial “El Paraíso” (1952-1954), con participación de Carlos Celis Cepero, y concluye la Urbanización “23 de enero” (1955-1957), donde colaboraron Carlos Brando, José Manuel Mijares y José Hoffman, con varios proyectos intermedios, como la Unidad Vecinal “Ciudad Tablitas” (1954) y los bloques de “Simón Rodríguez” (1957), por sólo mencionar dos, en los que trabajaron arquitectos entonces muy jóvenes y luego fundamentales en la historia disciplinar venezolana, como, entre otros, Guido Bermúdez o Eduardo Sosa Rodríguez, asume, como era el paradigma dominante en la época, las Unité d’habitation de Le Corbusier como modelo. El tiempo se ha encargado de cuestionar las bondades urbanas y humanas de esta idea, más allá de las virtudes arquitectónicas, también variables entre las distintas realizaciones.

Pero si el trabajo en vivienda colectiva puede levantar críticas, los pocos, pero resaltantes proyectos de vivienda particular son de belleza y calidad innegables, como ratifica la admiración de la que gozan.

En 1951 Villanueva inicia el proyecto de Caoma, la casa familiar en la urbanización La Florida, en Caracas. Aún escaldado por el fracaso del proyecto para la primera vivienda para la familia y para evitar una nueva confrontación con su esposa, el arquitecto ofreció el encargo a Rafael Bergamín, quien se negó a hacerlo, intentó limitar su trabajo a la remodelación de la casa existente en el lote, pero al final (y afortunadamente) la pronta llegada de un nuevo hijo lo hizo asumir el encargo. Desde el comienzo propuso una construcción muy sencilla que ocuparía menos de la mitad del área del lote, lo que permitió desarrollar un extenso jardín, convertido por los años y la frondosidad de la vegetación en una sorprendente jungla en medio de la ciudad. En contraste con la severidad de la fachada principal, este exuberante evento expande los espacios interiores hacia una lúdica y densa selva que, además, protege la casa del sol de la tarde.

Fachada de Caoma. Fotografía Paolo Gasparini

En el jardín, casi escondida entre la vegetación, Villanueva construyó una pequeña cabaña que le servía como lugar de trabajo, distante del alboroto de los espacios domésticos. También ubicó en él la Silla del Diablo, diseñada por Calder y construida en los talleres de la Escuela Técnica Industrial al mismo tiempo que las Nubes del Aula Magna, y que el escultor le regaló al arquitecto tras haberle dicho, al ver los planos del Conjunto Central, que si lograba construir eso no era un hombre sino un diablo. Y otra curiosidad, parada obligada en cualquier visita a la casa, es el baño auxiliar, lleno de firmas de amigos y visitantes, desplegados sobre las paredes a modo de grafitti.

El comedimiento del frente de la casa hacia la calle, apenas animado por las sombras dramáticas que producen las rotundas masas y aleros que lo componen, el zaguán profundo, al lado de un patio, haciendo del ingreso un ritual y el uso de romanillas en las ventanas basculantes evocan componentes de la arquitectura tradicional sembrados en la fluidez moderna de espacios que se van desplegando hasta el observatorio de la maravilla natural de la que son parte que forman las áreas sociales, apenas cuatro escalones sobre el jardín y como flotando sobre él.

Planta baja de Caoma. Archivo Fundación Villanueva

Los servicios (garaje, habitaciones de servicio y cocina), se disponen al norte del lote, con el mínimo contacto necesario con las áreas principales de la casa, y los dormitorios, en el nivel superior, se organizan, también de manera casi elemental, en un eje contrario al que ordena la planta baja.

La casa de descanso de la familia en Caraballeda, Sotavento, sigue un ordenamiento similar, aunque con diferencias notables. El lote es bastante más pequeño, sin vistas ni posibilidades de expansión. Las actividades se vuelven a organizar en secciones claramente diferenciadas (la zona social, los dormitorios y el área de servicios) pero en este caso el salón y el comedor habitan el mismo ambiente a doble altura, adyacente al cual se ordenan los dormitorios en dos niveles, como una caja que en cierta medida recuerda el vagón en el jardín de Caoma. Todo se dispone bajo un único techo que unifica la construcción como una suerte de caney moderno cuya silueta permite acoger los vientos que vienen del este, disminuir la altura y, por tanto, el impacto del sol del oeste y producir aberturas hacia el norte y el sur que permiten acceder a las áreas exteriores y fomentan la ventilación cruzada de todos los espacios, servidos desde un cuerpo casi autónomo, dispuesto al sur.

La casa es, así, un solo ambiente, cobijado por el gran techo de concreto, en el que se reúne una variedad de lugares, cada uno diferenciado y todos integrados en un refugio básico y también vívido en que aire y luz son los principales materiales de construcción. Son icónicas las fotografías de este gran salón cruzado de hamacas en las que descansa el arquitecto y los miembros de la familia, como volando en un cruce de líneas que oponen su suavidad a la regularidad de las de la estructura expuesta, en una relación de formas, objetos, vacíos y luces que incorpora todos los sentidos en una experiencia integral.

De una manera cada vez más incomprensible y por motivos que cabe presumir oscuros, se busca enturbiar la importancia del trabajo realizado durante este período de profusión y calidad creativa asociándola a la dictadura de esos años lo que hace que, al irse concluyendo los trabajos en la Ciudad Universitaria, Villanueva vaya siendo excluido de cualquier encargo oficial, lo que, además de una injusticia con el arquitecto, nos priva a los ciudadanos de poder disfrutar hoy la obra que los pocos proyectos realizados en el último tramo de su vida nos permite imaginar.

En efecto, el Pabellón Venezolano en la Feria de Montreal (1967), el Museo Soto, en Ciudad Bolívar (1973) y la ampliación al Museo de Bellas Artes (1966-1976) no sólo son tres piezas emocionantes, sino que demuestran que la ya comentada curiosidad disciplinar se mantuvo viva en Villanueva hasta el final, con el añadido de una madurez que da densidad a las realizaciones pero sin jamás perder su jubilosa frescura.

Vista general de los cubos, feria mundial Montreal 1967. Fotografía: Paolo Gasparini. Archivo Fundación Villanueva

El Pabellón de Venezuela en la Expo Montreal 1967, desmontado poco después de la finalización de la Feria, es un arreglo de tres cubos exteriormente idénticos (aunque cada uno con colores diferentes) e interiormente distintos, dispuestos sobre un montículo que enfatiza la imponencia de los volúmenes a pesar de su tamaño relativamente modesto.

La solución estructural permite producir ambientes libres de columnas que pueden, entonces, alojar los distintos componentes según las necesidades específicas de cada uno. El tratamiento de los suelos refuerza esas diferencias y produce al interior de aquellas masas que lucían impenetrables, una liviandad refrescante que, adicionalmente, permite la lectura de las superficies de cerramiento y caracteriza cada uno de esos ambientes, en uno de los cuales se exhibió uno el Volumen Suspendido de Jesús Soto, en buena medida antecedente de sus posteriores Penetrables.

El Museo Soto permite imaginar la línea de experimentación que Villanueva habría desarrollado, de habérsele permitido, en trabajos posteriores. En él se integrar, reveladoramente, la evidencia de la estructura presente en Sotavento, la desagregación del conjunto en cuerpos independientes de la Escuela de Ingeniería y Petróleo en la Universidad del Zulia y la riqueza de recorridos del Conjunto Central de la Ciudad Universitaria.

El arquitecto plantea seis cuerpos alrededor de un patio jardín que, entrando y saliendo de las salas de exhibición a través de corredores abiertos o conexiones delimitadas por celosías construidas en bloque calado, se va rodeando para integrar el disfrute del arte y de la naturaleza como elementos entrelazados. El sistema constructivo, elemental y con todas las estructuras a la vista, se anima por la variedad de aberturas que, a veces como ventanas, otras como portales hacia a los jardines perimetrales o como claristorios, bañan las salas de luces tan vibrantes y mutantes como las obras exhibidas, con intervenciones casi juguetonas en la regularidad de estructuras rigurosamente concebidas para armar cuerpos dispuestos sobre el terreno con gran libertad, en uno de los edificios espacial y situacionalmente más ricos y casi intrigantes en la obra de Villanueva.

La última obra del arquitecto (de hecho, concluida por Oscar Carmona después de la muerte de Villanueva) es una ampliación a uno de sus primeros edificios, el Museo de Bellas Artes de Caracas, y cabe interpretar el contraste entre ambos edificios como un revelador arco narrativo de su trayectoria intelectual, disciplinar y expresiva, como producto de sus investigaciones.

Ya en 1952 Villanueva había hecho una primera ampliación al edificio de 1936, con nuevas salas de exhibición, áreas administrativas y el auditorio donde funciona la Cinemateca Nacional, agrupando los cuerpos alrededor de un patio casi triangular y ordenados por un corredor que sigue el eje central original. La ampliación final es más radical, no sólo por las diferencias formales y materiales que introduce sino porque cambia el modelo de desarrollo horizontal de las salas de exposición por una torre que, respetando la vegetación existente en el lugar, desarrolla cuatro salas en uno de los cuerpos nuevos, cada uno con carácter y expresión propios, como partes casi autónomas que se relacionan en condiciones de tensión para producir momentos espaciales dinámicos y, en más de un sentido, extraordinarios.

Un sistema de rampas permite circular verticalmente mientras se percibe, simultáneamente, el patio que se forma entre este cuerpo, el módulo de ascensores y el ala de biblioteca y oficinas administrativas y la imponente presencia del Parque Los Caobos, armonizando en el recorrido la expansión horizontal de las vistas largas y la verticalidad del foso de luz. Las rampas rematan en una terraza que, como un techo-jardín, ofrece un área descubierta para la exhibición de esculturas y la contemplación de la ciudad, integrando al edificio la notable presencia del cielo, como no había ocurrido antes en ningún edificio de Villanueva, en otra innovación que seguramente habría explorado de haberle alcanzado la vida y no habérsele atravesado las procaces zancadillas de la envidia.

Constructivamente, las salas de exhibición son un prodigio técnico. Los 21×21 metros de su superficie se ofrecen libres de columnas pues las placas están armadas por elementos prefabricados que, tensados entre sí y permitiendo la generación de vacíos para el paso de las instalaciones, sólo se apoyan en los muros perimetrales, siguiendo el modelo estructural proyectado con los ingenieros Waclaw Zalewsky y José Adolfo Peña.

El sistema de post-tensado permite “amarrar” un grupo de piezas autónomas como quien, halando de los extremos del hilo entre las cuentas de un collar, construye una barra sólida y resistente. El “torniquete” que “aprieta” ese hilo (un cable de acero) desde sus extremos se protege y expresa en este edificio en los “botones” que otorgan textura a las superficies de fachada, construidas en concreto en obra limpia y cuidadosamente moduladas según las alturas de los espacios interiores y las juntas entre las distintas fases de vaciado del material.

Las salas pueden disfrutar de vistas hacia el parque y la ciudad a través de los ventanales ubicados al norte, este y sur, de modo que el espacio expositivo puede hacerse tan abierto o cerrado como convenga a la exhibición en él y disponga el museógrafo a cargo de “domesticar” estas salas, de tanta potencia arquitectónica que no siempre resultan fáciles de dominar.

Aunque esta ampliación del Museo de Bellas Artes puede no ser el mejor edificio de Villanueva, comprueba su madurez y dominio, así como el hábil ensamblaje de rigor y espontaneidad en un conjunto lleno de emocionantes situaciones espaciales que nos van desvelando, alternativa y complementariamente, la practicidad de lo constructivo, la lírica del lugar, los ecos de la tradición y la voluntad moderna como impulsos que, también, nos convocan y nos retan en la tarea de construir una realidad mejor, más integrada, ambientalmente responsable y, también, regocijada de ejercer cada oportunidad disponible.

En esos términos y a modo de resumen, pero no de conclusión, pues no hablamos de productos sino de procesos, la obra de Carlos Raúl Villanueva invita a descubrir el lugar del que participa para descifrarlo más allá de lo aparente, a hacerlo desde la especificidad del oficio arquitectónico y a concebir esa especificidad como el ejercicio simultáneo de conocimiento técnico, propósito estético y compromiso ético para, en palabras del mismo maestro, concebir y ejercer una arquitectura que parta de la realidad, elabore una interpretación crítica de ella y vuelva a esa realidad, modificándola, con dialéctica incesante.

Un llamado siempre vivo y estimulante.

Carlos Raúl Villanueva en el Aula Magna. Foto Paolo Gasparini. Archivo Fundación Villanueva

Enrique Larrañaga (Caracas, 1953) es arquitecto (Cum Laude, Universidad Simón Bolívar, 1977 – Master of Enviromental Design, Yale University, 1983), fue profesor titular de la Universidad Simón Bolívar y profesor de la Maestría de Diseño Urbano de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido conferencista, jurado y profesor invitado en varias universidades venezolanas y del mundo, como la Universidad José María Vargas, Universidad De Buenos Aires, Universidad Central de Venezuela, Syracuse University en Nueva York y University of Miami, en Florida, entre otras. Fue director fundador del Centro de Estudios de la Ciudad, Arquitectura y Diseño Carlos Raúl Villanueva (2000-2002). Durante su práctica profesional en conjunto con Vilma Odalía recibió premios y distinciones en eventos nacionales e internacionales. Ha publicado Lo óptico y la háptico. Obras y Proyectos de Enrique Larrañaga y Vilma Obadía (Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber, 1998), Casa Americana (Birkhauser, 2003) y Transiciones (2018). Es coautor de distintos libros de ensayo sobre la arquitectura, así como colaborador de distintas publicaciones nacionales e internacionales.

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