Edward Hopper – De la carencia y el anhelo

por Aglaia Berlutti

Edward Hopper nació el 22 de Julio 1882 en Nueva York. Su madre era inglesa y descendía de una ilustre familia holandesa. Su padre era francés y uno de sus abuelos, galés. De modo que los primeros años de la vida de Edward, transcurrieron en una mezcla poco usual de idiomas, costumbres y rituales domésticos. En realidad, los Hopper eran un hogar típico de la ciudad de la época, a la que cientos inmigrantes llegaban cada día. Hopper admitiría después que, durante los primeros años de su infancia, creyó que era del todo habitual “hablar con fluidez tres o cuatro idiomas” a la vez. Su hermana Marion, dos años mayor que el artista, contaría luego que Edward desde muy pequeño, estaba empeñado en “escuchar” y encontrar “pequeños secretos” que conservar. “Era un niño curioso e incluso, un poco intimidante” relataría en una de las escasas cartas que intercambió con la esposa de Edward, Josephine Nivison. “Desde muy pequeño pintaba lo que contemplaba, la mano sobre la hoja, los ojos que te miraban con fijeza”.

Edward and Jo Hopper, 1964.

De hecho, las inclinaciones artísticas del más pequeño de los Hopper eran bien conocidas en la familia y su padre Garrett Henry Hopper, un comerciante de frutos secos, las animó desde que descubrió al Edward de siete años, afanado en dibujar el rostro de su padre. “Era mi rostro, pero también otra cosa” diría después. Su madre, Elizabeth Griffiths Smith Hopper, tenía talento para el dibujo y durante buena parte de la niñez del pintor, le animó a una libertad artística que más tarde, sería el génesis de su obra. Con diez años, Edward había dibujado cada habitación de la estrecha casa familiar y además, había detallado con cuidado objetos, la forma en que la luz brillaba sobre el suelo de madera e incluso, la forma en que las ventanas oblicuas se elevaban sobre la calle. “Todo se traducía en dibujos” diría Marion. El futuro pintor fue un niño callado que no dejaba de dibujar ni durante la noche, cuando la luz bajo la puerta de su habitación sobresaltaba a sus padres. “Le encontrábamos mientras copiaba la forma de las sombras, las rendijas de la puerta, el ángulo diminuto de las ventanas” contaría su hermana a Josephine.

En la escuela, Edward era un niño que intimidaba al resto, aunque no era violento. Delgado y frágil, al cumplir los doce años se volvió monumental y granítico, un adolescente de casi un metro y noventa centímetros de estatura que apenas podía sentarse con comodidad en el pupitre. Sus maestros insistían en que el futuro pintor pasaba buena parte del tiempo sólo dedicado a sus dibujos y hubo una época en que la obsesión llegó a producir preocupación. Dejó de comer, de cumplir con los deberes y tuvo una única pelea, cuando otro alumno intentó arrebatarle el cuaderno en el que coleccionaba sus bocetos. El director hizo venir a los padres, pero en realidad, no hubo acusación alguna. “Sólo pintaba, primero en lápiz, después en acuarela” contaría Marion. Para Edward, la pintura abarcaba algo más allá que la mera rutina de asistir a la escuela, volver a la casa paterna, o que incluso el mundo cotidiano.

Edward Hopper, “Little Boy Looking at the Sea”. Hopper dibujó esto en el reverso de su boleta del colegio en octubrer 23, 1891.

A los catorce años fue evidente que Edward se dedicaría al arte — “no había otra opción para mí, no la contemplé siquiera” — pero su padre le prohibió abandonar la escuela. Edward entró en rebelión. Era incapaz de relacionarse con los niños de su edad, de modo que escapaba de los terrenos de la escuela para dibujar o sólo vagabundear por el río. En una de las escasas entrevistas que llegó a dar contó que siendo aún un adolescente, sabía que su forma de ver “no era la corriente, tampoco la habitual” y que eso le desconcertó en forma profunda. Comprendió que pasaría buena parte de su vida contemplando las formas en que la luz podía crear un mundo por completo nuevo y desconocido.

“Tenía doce años cuando noté que luz en la parte superior de una casa era diferente a la de la parte inferior. Hay una especie de euforia por la luz, cuando descubres todas sus diferencias”.

Edward Hopper

Un recorrido por los lugares apacibles.

La familia Hopper estaba convencida que Edward sería un artista reconocido tarde o temprano. Pero a pesar de eso, su padre le exigió cursar una profesión “lucrativa”, mientras lograba estabilizarse a fuerza de talento. Según contaría después el pintor, al graduarse de secundaria en 1899, tuvo la “primera gran conversación de su vida artística”. Su padre le insistió en que, aunque era un joven dotado con capacidades “considerables” debía asegurarse de poder mantenerse en tanto el mundo artístico le reconocía. Edward se rehusó, insistió en viajar a París apenas pudiera reunir el dinero suficiente “y comenzar a pintar” pero su padre no sólo se lo prohibió sino le exigió un acto de “lealtad familiar”.

Edward Hopper después recordaría que la ecuanimidad de su padre en una discusión semejante, le sorprendió. Y comprendió que el arte era mucho más que los cientos de bocetos en la libreta. La revelación le deslumbró — “cambió mi vida entender que el arte, también es un negocio” — y dos meses después, se matriculó en una escuela de arte comercial en Nueva York. La experiencia le decepcionó: había mucho de administración y finanzas, también un recorrido por la historia del arte, pero lo que Edward realmente deseaba era dibujar. Un año después, decidió comenzar de nuevo en la Escuela de Arte de Nueva York, una respetable institución fundada en 1896 por el impresionista estadounidense William Merritt Chase. “Fue como descubrir que el mundo puede ser a la vez, dos espacios distintos contenidos en uno solo”.

Smash the Hun, 1918| Portada para The Morse Dry Dock Dial (February 1919). Ilustración de Hopper ganadora de un premio en la época de su vida en que se ganaba la vida con ello.

La escuela de Chase no sólo era un circuito de enseñanza artística integral, sino que además reunía a los maestros de pintura más influyentes de la época. El jovencísimo Hopper, que hasta entonces había dibujado primero con una libertad absoluta y después, bajo los lineamientos comerciales de la publicidad, se encontró en un universo creativo en el que pudo entender en toda su extensión, lo que el arte podía ser para él. Aprendió de nuevo a dibujar, pero esta vez con propósito artístico y lo hizo de la mano de los maestros más influyentes de la época, entre ellos Robert Henri y Kenneth Hayes Miller.

La combinación creó en Hopper todo tipo de nuevas obsesiones y en especial, una perspectiva novedosa sobre el mundo del arte. De hecho, fue Henri el que recomendó a sus alumnos innovar, romper todas las reglas que la escuela pudiera enseñarles y comenzar a construir un nuevo lenguaje. “Vio mis dibujos, las habitaciones de casa, los techos iluminados y se entusiasmó. Me dijo que la idea del arte es dar un lustre nuevo a lo que es obvio” contaría a Marion después. El consejo de Henri permitió a Edward encontrar una forma de entender su necesidad de reproducir la vida cotidiana en escenas, en lugar de dedicarse a motivos, personajes o sucesos, como la mayoría de sus compañeros. “Sabía que en la oscuridad y en la luz, estaban las respuestas. Solo que ahora podía explicarlo” dijo Edward a Josephine, años después al contarle su decisión de pintar una versión de la realidad que aún en la actualidad continúa resultando desconcertante.

De camino por el mundo

Con veinte años cumplidos, Edward consideró dar una pausa a la educación artística y además, cumplir el sueño de todo artista joven: viajar. Luego de trabajar de forma incansable por más de cuatro años, ahorró lo suficiente para renunciar a su trabajo como ilustrador en una pequeña revista de Nueva York y comenzó a viajar por Europa. En total, llevó a cabo tres viajes entre 1906 y en 1910. Incluso llegó a vivir en París, en la que dedicó algunos meses a encontrar espacios “con los que pudiera dialogar a través del dibujo”. Por sorprendente que parezca, no los encontró. “Extrañaba la luz de Nueva York, sus espacios destartalados, usados, destruidos por la carcoma. La belleza de París puede asombrar, pero en mi caso, no pudo inspirarme” diría a Marion.

New York Corner (Corner Saloon), 1913. Cortesía Fraenkel Gallery, San Francisco, and Martha Parrish & James Reinish, Inc., New York

De regreso a la ciudad en 1910, Edward decidió tomar en serio su carrera como pintor y con los pocos ahorros restantes de la aventura europea, se decidió a crear una colección de pinturas basada en sus primeros bocetos. La primera pintura de la época fue la conocida New York Corner de 1913. Ya en ella se reconoce la obsesión de Hopper por la simetría y también, su ambición de captar la realidad de la forma más elocuente posible, aunque no de la más obvia. También están presentes sus discutidos errores de escala y de proporción, que despertaron algunas críticas, pero que le dieron una personalidad específica a sus obras de arte. “Nací para pintar, de modo que mi primera pintura fue la primera vez que vi el mundo” escribiría a sus padres, en uno de sus pocos momentos emocionales.

A finales de ese año, Hopper alquiló un apartamento en Midtown Greenwich Village, desde donde podía mirar a Nueva York tal y como le apetecía. “A lo ancho, largo, silenciosa y vacía”. Comenzó a tomar apuntes del sol y su reflejo en diferentes momentos del día, de las sillas, el piso, incluso la forma en que la puerta creaba una línea sobre el suelo.

“Mi carrera artística comenzó al entender que incluso las pequeñas cosas tienen un valor esencial al crear una historia perdurable”.

Edward Hopper

Mientras el mundo artístico se movía en una dirección por completo distinta y de hecho, todo lo artístico sucumbía a las corrientes del cubismo, dadaísmo y surrealismo, Hopper se aferró a su lenguaje y reconstruyó toda la versión del arte norteamericano a través de una idea muy clara. “La belleza de lo que se queda al margen de la pintura”. La premisa sorprendió a sus antiguos maestros, algunos de sus compañeros y llevó algunos años ser comprendida del todo. De hecho, los primeros críticos que analizaron la obra de Hopper no sabían cómo clasificar su obsesión acerca del contexto, los espacios, los lugares y la tensión interior. Hopper recibió algunas críticas sutiles acerca del “rudimentario aspecto” de varios de sus cuadros, pero a pesar de eso, siguió insistiendo.

“Pinto lo que veo, no lo que me indican”.

Edward Hopper

El extraño mundo de los artístico

Hopper vendió su primera pintura en Navidad de 1913. Y pasaría una década antes de vender la siguiente. Pero en el largo hiato no se desanimó. Fiel a los consejos de su padre, volvió al mundo de las revistas y aunque no dejó de pintar, estudiar y exponer, no dejó de asombrarse del duro trecho que le separaba del reconocimiento artístico. “No deseo fama, deseo que alguien pueda reconocer mis pinturas” dijo en 1915 a un galerista que se asombró de su persistencia.

Por extraño que parezca, la doble labor de Hopper de intentar ser un pintor reconocido y a la vez poder vivir del arte, terminó por permitirle un tipo de extraño triunfo que sólo después comprendería. En 1915, comenzó a realizar grabados para la venta y tuvo la intuición de combinar su noción artística — “Las silenciosas habitaciones vacías habitadas por lo imaginario” — en una mezcla que finalmente, comenzó a traerle algunos éxitos. Ese año, vendió el grabado Night on the Train, una escena sutil y exquisita que retrata a lo que parece ser una pareja de amantes solitarios en un encuentro fortuito. Fue subastada por $50 dólares, lo que le animó a continuar. Al año siguiente, el delicado y extrañamente melancólico desnudo de una modelo sin nombre titulado Evening Wind, alcanzó la cifra de $100, lo que sorprendió a Hopper. “No podía imaginar que nadie quisiera algo semejante en su pared”.

Edward Hopper. Night on the Train y Evening Wind.

Pero sería entre 1923 y 1928, cuando llegaría el momento del verdadero éxito de Hopper, al comenzar a pintar con acuarelas. La antigua obsesión por la pulcritud y el lenguaje tenso que ya había mostrado en sus grabados encontró en la plasticidad de la acuarela un nuevo norte. De hecho, fue su época de trabajo más fructífera. En 1923, expuso seis de sus paisajes estáticos, helados y delicados en el Museo de Brooklyn y de hecho, el curador decidió comprar una de las obras, la famosa The Mansard Roof, en la que ya puede admirarse la fuerza de la mirada de Hopper sobre los lugares y contextos convertidos en un lenguaje. Al año siguiente, Hopper contrató a su primer agente, el marchante Frank Rehn, que en 1924 llevó a cabo la primera exposición real de Hopper. Eran diez acuarelas en la que se apreciaba la mirada de un autor en formación, pero también, un mundo plácido, silente y angustioso que parecía narrar la vida estadounidense desde una óptica por completo distinta. “La soledad se ha convertido en una mirada a la identidad de las casas y los espacios estadounidenses, con una densidad desconocida” escribió un crítico. La exposición fue el primer gran éxito del pintor.

Edward Hopper. The Mansard Roof, 1923. Brooklyn Museum, Museum Collection Fund, 23.100.

Ya para entonces, Hopper había contraído matrimonio con Josephine Verstille Nivison. La presencia de Jo Hopper, como sería conocida en adelante, fue determinante en la manera como la vida del pintor tuvo un giro radical y en especial, luego de que el éxito llegara casi para sorpresa de ambos. Ambos eran excéntricos, singulares y por completo opuestos. La convivencia, a menudo difícil y otras veces inexplicable, hizo de ambos una leyenda en el mundo del arte. “A veces hablar con Eddie es como tirar una piedra en un pozo”, bromeó Jo en una entrevista “excepto que no golpea cuando toca fondo”.

El final de la década de los ’20 y el inicio de la siguiente, marcó el inicio del mito que aun hoy rodea a Hopper. De la época datan varias de sus obras más reconocidas y en especial, las que permitieron comprender las intenciones del pintor para modular su lenguaje a un tipo de estética que le definió a partir de entonces. Desde las miradas asombradas y curiosas sobre la ciudad Manhattan Bridge Loop (1928) y Early Sunday Morning (1930) hasta la extrañísima e incluso inquietante Night Windows (1928), la obra de Hopper comenzó a evolucionar de manera acelerada hacia nuevas regiones sobre la psiquis colectiva. Los críticos se asombraron por su cualidad para expresar varios discursos estéticos a la vez y llegó a especularse, si se trataba de algún tipo de experimentación burlona. “Solo pinto lo que veo” insistió Hopper.

Edward Hooper. Manhattan Bridge Loop, 1928. Addison Gallery of American Art of the Phillips Academy in Andover, Massachusetts
Edward Hopper. Early Sunday Morning, 1930. Whitney Museum of American Art, New York; adquirido gracias a Gertrude Vanderbilt Whitney
Edward Hopper. Night Windows, 1928. Museum of Modern Art MoMA, NY.
Edward Hopper. House by the Railroad, 1925.

A partir de 1930, las pinturas de Hopper se convirtieron en verdaderos sucesos en el mundo artístico estadounidense y como si eso no fuera suficiente, en una refundación del estilo artístico del país. En enero de ese año, House by the Railroad (1925) fue la primera pintura de cualquier artista en ingresar a la colección permanente del recién establecido Museo de Arte Moderno de Nueva York. Unos meses más tarde, el Museo Whitney de Arte Americano adquirió en una reñida subasta Early Sunday Morning, que se convertiría en la principal atracción de la institución y una de las pinturas más conocidas del arte estadounidense. En 1933, el Museo de Arte Moderno realizó una visión retrospectiva de Hopper, un rarísimo honor para un artista aún en activo. Hopper tenía por entonces 51 años y recibió el honor de pie en una esquina del museo. Un periodista le preguntó si era feliz. “Sólo deseo regresar a casa a pintar” respondió.

Edward Hopper. Boceto ( Whitney Museum of Art) y pintura de Cape Cod Evening (1939). National Gallery of Art.

En 1939, pintó Cape Cod Evening y directamente, comenzó una nueva forma de entender la realidad, creando escenas en que grandes espacios introspectivos separan a los personajes. En palabras de la historiadora de arte Ellen E. Roberts, se trata de una obra esencial para comprender a Hopper. “En ella, las figuras humanas equívocas de Hopper están involucradas en relaciones inciertas”. El primer paso hacia la búsqueda definitiva de la abstracción visual que convirtió al pintor en una extraña mezcla. Un observador meticuloso y un simbolista contemplativo de la historia invisible a su alrededor.

Contador de historias

Edward Hopper no era un pintor que creara a partir de golpes de inspiración. Mucho menos, de epifanías espontáneas, ideas nocturnas nacidas de providenciales miradas al mundo. La necesidad de pintar llegaba a fuerza de observación, con toda la paciencia de su mente laboriosa. Para el artista, la obra pictórica era un recorrido hacia espacios más elaborados de la identidad humana, porque no surgía sólo de la admiración plácida del entorno. Quizás por ese motivo, cada uno de sus lienzos atravesaba un proceso creativo complejo y casi doloroso. Todo comenzaba por una idea que atesoraba por horas, meses o días, dependiendo del estado de ánimo del artista. Luego, se vinculaba a un símbolo que en su mente, era el objeto real de su interés.

“Imaginaba qué podía decir algo en específico, pero llegar a esa conclusión, podría llevar meses. Incluso años. Cada cosa tiene un lenguaje y un trasfondo propio, capaz de entablar un diálogo con ideas más pertinentes, pero a la vez, mucho más abstractas” .

Escribió Edward Hopper para explicar el largo trayecto de sus imágenes mentales al lienzo.

Por último, cuando el laborioso proceso de pintura comenzaba, se volvía una especie de taciturno y malhumorado pensador, obsesionado con lo que ocurría frente al lienzo y nada más. Pintaba hasta caer exhausto, hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la postura le provocaba dolor e incluso, verdaderos trastornos de salud. Pero para llegar a eso, habían transcurrido días enteros de consideraciones y depuraciones de ideas muy amplias, de condiciones de lo creativo a las que debía someter una cuidadosa mirada.

Hopper necesitaba contar historias como cualquier otro artista, pero también anhelaba que ese relato, fuera un recorrido por algo más denso que sólo lo que el lienzo y el óleo podían mostrar. El tan celebrado realismo del pintor era también un recorrido hacia algo más duro de asimilar a primera vista: un objeto misterioso en mitad de un paisaje común. Cada decisión en sus pinturas obedecía a una estructura formal, algo que puede notarse en sus elaborados bocetos y en especial, en la cualidad de cada una de sus obras para abarcar cientos de interpretaciones simbólicas que todavía sorprenden por su profundidad. El pintor sometía a cada una de sus obras a una revisión exhaustiva, una depuración que debía responder a dos criterios esenciales. ¿Qué podía mostrar la obra? y después ¿qué podía sugerir la obra?

Edward Hopper. Gas, 1940. The MET museum.

De modo que para Hopper pintar no era sencillo y no lo sería nunca. Hopper estaba obsesionado con la meticulosa percepción del espacio y también, la observación del entorno para construir un discurso artístico. Tanto, como para pasar semanas dedicado a estudiar la textura de superficies específicas para lograr un efecto convincente. O para reflexionar acerca del modo en que la luz podría mostrar las sombras, los pliegues de las telas, las pequeñas irregularidades del suelo o las paredes. “Si debo depurar la imagen hasta que sólo sea una escena ¿no debería esa escena tener todos los significados posibles?” escribió en 1960, en un intento de explicar las noches en vela, las obras que consideraba, descartaba y volvía a comenzar. Los borradores llenos de las anotaciones más inverosímiles. Para Hopper todo era importante en el futuro lienzo: desde las líneas que se entrecruzaban invisibles en los personajes, hasta la ropa que llevaban, las pequeñas imperfecciones de la piel, la sombra que se extendía debajo de sus cuerpos para mostrar el tamaño y dimensiones de la habitación en las que se encontraban. Al final, la obra era el conjunto de los detalles, la percepción global de la atención a la belleza y a la concepción del poder que podía percibirse bajo la condición del tiempo que transcurría y se sostenía en todo un conjunto de metáforas visuales de perfección casi inquietante.

También fue en 1960, cuando Hopper recibió la visita del artista Raphael Soyer en su famosa casa junto al acantilado de Cape Cod. Para entonces, Hopper se había hecho con una sólida reputación y era, además, un pintor lo suficientemente reconocido como para despertar curiosidad. Además, había un incipiente mito alrededor de su figura. Si sus obras asombraban por su peculiar mirada de la realidad y desconcertante nivel de percepción, Hopper lo hacía por su carácter extraño y desconcertante. Su matrimonio con la aspirante a actriz Josephine Nivison, artista en ciernes y de personalidad tan singular como la de su marido, hacía correr ríos de tinta. De modo que cuando Soyer llegó a la casa, sabía que al menos, encontraría una de las desconcertantes escenas que se rumoreaba ocurrían entre el matrimonio. Después, de todo, se trataba de un pintor de considerable renombre que pasaba meses recluido antes de dar la primera pincelada y una mujer que según se comentaba, estaba tan fascinada con el carácter de Hopper, que seguía sus excentricidades como un juego de espejos. “Y no sólo encontré rareza, comprendí mejor a la pareja” comentó después el pintor y grabadista ruso.

Jo y Edward Hopper.

Según contaría después el propio Soyer, descubrió a Hopper sentado en una silla de madera respaldo rígido, mientras observaba con los ojos muy abiertos las colinas que rodeaban la casa. Lo hacía con el asombro “de un espectador desconcertado” y, de hecho, Soyer llegó a preguntarse “si aguardaba algún portento”. Por otro lado, Josephine se encontraba sentada a su lado, pero miraba en dirección opuesta y disfrutaba al parecer, de contemplar en silencio el océano. Soyer se quedó de pie entre ambos, sin saber qué ocurría o si en caso de ser así, debía interrumpir la escena. Finalmente se atrevió a preguntar de qué se trataba la escena. “Eso es lo que hacemos”, le dijo a Soyer a Josephine. Después suspiró y como si se trata de un perfomance, se acomodó en la misma posición de Hopper. El artista ruso contaría que un único rayo de luz bajaba desde la montaña e iluminaba el amplio patio de la pareja, hasta crear la sensación que todo ocurría en un lugar privilegiado e inaccesible. “Él se sienta en su lugar y mira las colinas todo el día, y yo miro el océano. Cuando nos encontramos hay controversia, controversia, controversia” añadió después, Josephine. Soyer contaría después, que la pareja continuó allí hasta que por último, Hopper extendió la mano, tomó la de su esposa y le miró en un lento gesto de reconocimiento. “Y allí estás” dijo. Para entonces, Soyer estaba tan sorprendido como para pensar en una posible obra basada en la, en apariencia, inexplicable escena. Más tarde y mientras cenaban una frugal comida “de aspecto tan delicado que parecía una de las pinturas del anfitrión”, Soyer recibió una cordial explicación sobre lo sucedido. “Edward pensaba en una pintura que está a punto de suceder”, diría.

Edward Hopper. Jo Painting, 1936. Whitney Museum of American Art, New York; Josephine N. Hopper Bequest.

Una anécdota parecida contaría el pintor y crítico estadounidense Guy Pène du Bois, que también visitó la casa y encontró a Hopper sentado en lo que describió “en un trance contemplativo”. Para la ocasión, Josephine no se encontraba en la casa, de modo que Pène du Bois aguardó por horas hasta que por último, Hopper le miró y le sonrió. Hasta entonces, había estado sentado en una silla al borde del mar, la cabeza inclinada, sin expresión. El crítico le pregunto si se tratara de algún tipo de condición física o mental, si ocurría algo que quisiera compartir en confidencia. Hopper sonrío y sólo contestó “estudiaba una obra”. Una década más tarde, Pène du Bois relataría que casi treinta y seis meses, Hopper le envió una carta para explicar qué había querido decir en esa ocasión casi inquietante “me dijo que le había llevado años convertirse en la pintura de una nube en el cielo”. La frase críptica, en realidad resumía los largos meses de creación del paisaje que puede verse a través de la pintura Woman in the Sun, que culminó en el año 1960. “A veces, las pinturas son como venas de algo vivo que nace a partir de que puedes descubrir su presencia” explicaría el pintor al crítico.

Edward Hooper. A Woman in the Sun, 1961. Fondation de l'Hermitage

La hidra de cien cabezas.

No obstante, su lento y en apariencia trabajoso proceso, Hopper llegó a pintar 800 obras, entre los que se incluyen óleos, acuarelas y grabados, así como una interminable colección de dibujos e ilustraciones. Por supuesto, las más conocidas son la que retratan a la ciudad de Nueva York que, más que pinturas, tienen la apariencia de cápsulas temporales, suspendidas en una especie de grieta conceptual que todavía resulta difícil de comprender. Hopper pintaba para detener el tiempo, según su propia confesión, pero también para analizar el tránsito de lo real hacia algo más elaborado. Entre ambas cosas, el pintor analizaba la vida estadounidense, sus dolores y pulsiones, desde una convicción primaria: lo real yace bajo cierta quietud asombrada.

Hopper dedicó buena parte de su obra a reinterpretar la realidad, su mayor interés era crear misterio a partir de escenas cotidianas. Hay una cualidad contemplativa en todas sus obras, que tiene una directa relación con el hecho de sostener un discurso que involucra al espectador de manera directa. Quizás por ese motivo, sus obras continúan siendo actuales, a pesar de sus casi cuarenta años de antigüedad. Hopper pintaba para crear enigmas y líneas narrativas que se entrecruzan para contar algo más elaborado y singular. Y lo hace, al yuxtaponer la idea sobre lo que se mira en contraposición con lo que se insinúa.

No hay nada ordinario en las obras de Hopper, a pesar de que sus escenas parezcan serlo y de hecho, tengan toda la apariencia de la vida cotidiana, sugieren pertenecer a otro lugar, un espacio sin tiempo, etéreo y formidable. Todos sus paisajes de aspecto clásico y en apariencia simple, están destinados a narrar historias a través de sus imperfecciones y una honda preocupación por el transcurrir del tiempo. Hopper necesitaba entender la naturaleza humana desde la distancia de la complejidad. Y lo hacía dejando un rastro de lo que parecían pequeños trozos fugaces de espacios sin explicación. Ángulos que no coincidían del todo, rostros asimétricos, cielos de aspecto sobresaturado. Las escenas de Hopper eran perfectas en la pulcritud de su simbolismo, pero a la vez, dejaban una huella sobre la vida que les habitaba.

Edward Hopper. Hotel Lobby, 1943.

Esa combinación provocó discusiones de todo tipo sobre la obra de Hopper, en especial en su etapa más singular entre 1940 y 1950. Hubo un largo y público debate sobre el hecho que Hopper era un gran artista estético, pero que su técnica era pobre y que incluso, los detalles en apariencia intencionados en sus pinturas eran por el contrario, una evidente incapacidad técnica. Según el famoso crítico Clement Greenberg, el mundo pictórico de Hopper era una combinación de una técnica “miserable” a la vez de una sensibilidad “acartonada y artificial” para expresar ideas complejas sobre la naturaleza humana.

Pero a pesar de la evidente antipatía de Greenberg hacia Hopper, el crítico pudo describir mejor que cualquier otro, la dualidad insistente y poderosa en la obra del pintor “Hopper simplemente resulta ser un mal pintor. Pero si fuera un mejor pintor, lo más probable es que no fuera un artista tan superior” escribió en 1946, a raíz de la extensa discusión que abrió la obra Lobby de Hotel. La pintura, criticada y alabada a partes iguales por su imagen sobre el espacio y el contexto como una forma de narrar una idea profunda sobre la identidad norteamericana, hizo que críticos y contemporáneas se preguntaran en voz alta si el juego de sombras y ángulos de Hopper era en realidad un juego de símbolos y no meros accidentes. Al final, el pintor llegó a dar una declaración corta en medio del debate “pinto lo que veo a simple vista y lo que imagino, puedo ver”.

Pequeños fragmentos de olvido

La frase se recordaría por años para describir la propia personalidad del artista. Considerado una de las personalidades más desconcertantes del mundo artístico estadounidense, Edward Hopper era también un enigma para la mayoría de sus contemporáneos. Silencioso, alto y corpulento, era famoso por no asistir a ninguna de sus muestras, negarse a la exposición pública e incluso, rechazar cualquier tipo de discusión sobre sus obras. En realidad, se trataba de un hombre que estaba obsesionado con la cualidad contemplativa del arte y más allá de eso, con la idea persistente de que toda obra oculta un misterio. Y entre esos misterios, estaba por supuesto, su propia personalidad. No respondía entrevistas y todas las cartas que escribía, estaban compuestas de todo tipo de lenguaje críptico e incluso, juegos y acertijos la mayoría de las veces incomprensibles. A cualquier pregunta o consideración sobre su obra, la respuesta era prácticamente la misma “Toda la respuesta está en el lienzo”, respondía obstinadamente.

Hopper era conocido por sus silencios, incluso en la década de los años ’20, cuando apenas empezaba y su estilo causó confusión. Las escenas eran radiantes, cuidadosas, pero también repletas de errores de proporción y escala. “El mundo habita detrás del mundo”, contestó en 1928, cuando se le preguntó el motivo por el cual la pintura Night Windows, era una rara combinación de tonos fuertes y pequeñas aristas de luz que a la vista no guardan equilibrio alguno. El pintor se negó a explicar la desproporción entre las ventanas y las persianas, la desigualdad de las sombras. Pero desde luego, descartó que se tratara de un hecho casual.

Edward Hopper. Room in Brooklyn, 1932.

El historiador de arte Lloyd Goodrich, llegó a decir que toda la obra del pintor estaba basada en la capacidad de desafiar la cualidad de la perfección, al mismo de crear una connotación de inquietante lucidez “Era famoso por sus silencios monumentales; pero al igual que los espacios de sus cuadros, no estaban vacíos. Cuando hablaba, sus palabras eran producto de una larga meditación. Sobre las cosas que le interesaban, especialmente el arte … tenía cosas perceptivas que decir, expresadas concisamente, pero con peso y exactitud, y pronunciadas en un tono lento, reticente, monótono” describió. De hecho, más tarde Goodrich diría que una de las cosas que más le llegó a asombrar sobre Hopper, fue el hecho que estaba convencido que sus obras eran descripciones cuidadosas de un espacio interior difícil de definir. “Pinto lo que no puedo decir” diría en 1932, para tratar de explicar la placidez asimétrica, sobresaturada y singular de su obra Room in Brooklyn. La obra se debatió por carecer de real belleza, pero algunos críticos se asombraron por su sutileza “Es un monstruo de mil cabezas, como una hidra llena de secretos” dijo Hopper en una carta a Goodrich. “No hay más que decir sobre ella”.

El miedo y la búsqueda del tiempo

La obra más famosa, singular y significativa de Hopper es sin duda Nighthawks, que comenzó a pintar a finales de 1942. En ella, puede apreciarse toda la evolución emocional del autor y también, su tránsito hacia algo más introspectivo y misterioso. Pero también la obra es algo más: una metáfora del tiempo. Una mirada a la norteamericana que perdió las esperanzas después de un desastre inimaginable como el de Pearl Harbor y más allá de eso, de un tránsito elaborado y potente hacia algo más profundo acerca de la idea de la estética de una época signada por la soledad.

El desarraigo contemporáneo es algo más que una mirada a los pocos personajes de un paisaje limpio, todo simetría. Es el aislamiento total, el enemigo invisible al otro lado del cristal. Las sombras que rodean la concepción y la eventual necesidad de asumir que el mundo, tal y como se había concebido hasta entonces, estaba roto y destrozado por una fuerza en apariencia imparable. El país marchaba a la guerra, las creencias estaban rotas. Pero en el restaurante que muestra Nighthawks había algunos sobrevivientes.

Edward Hopper. Nighthawks, 1942.

Hopper delibera sobre la vida interior de sus personajes anónimos. Los presenta como parte de un estado compartido, habitado y cohesionado en lo que parece una complicidad simple, envuelta en una idea sobre este frágil espacio de silencio. La pintura de Hopper recorre un país que recién descubre el peligro, el riesgo, el miedo, la fragilidad. De modo que el pintor elucubra sobre la necesidad de conexión, fundamental entre los que están fuera de los espacios habituales. El hecho que Hopper haya pintado un restaurante (un lugar insular), hace que las historias de sus personajes se entremezclen con cuidado. ¿Por qué están ahí? ¿Por qué se encuentran en medio de la noche en lugar de cualquier otro sitio? Más hermoso aún, resulta la atención que Hopper dedica al detalle. En Nighthawks todo es real, todo tiene el peso del ladrillo, la calle y el asfalto. El gran ventanal que conduce a ninguna parte. La oscuridad más allá.

Hopper dijo que uno de los motores esenciales de toda su obra, fue comprender la fragilidad del hombre y sus pequeños lugares sin nombre. De la carencia y el anhelo. El país fuera del restaurante imaginario está a punto de derrumbarse, la guerra es un espectro. Hay una búsqueda circunstancial del consuelo. ¿Es lo que hace que este grupo esté en un espacio simbólico, sin nombre ni tampoco identificación alguna? ¿A dónde iban? ¿De dónde provenían? Les une su humanidad en común. Les une la búsqueda del sentido de ser humano en concordancia con algo más elaborado. Y al final, les sostiene — quizás — la búsqueda de esa necesidad de asumir los lugares (mentales e invisibles) que nos unen a todos.

Edward Hooper. The Lighthouse at Two Lights, 1929. Hugo Kastor Fund, 1962. The MET Museum
Edward Hopper. Office in a Small City, 1953.

La pintura para Hopper es una combinación de factores, un acto de paciencia a menudo doloroso que además, estaba relacionado con la cualidad del arte para sublimar los espacios anónimos. La soledad en especial, esa cualidad inexplicable en una sociedad optimista y voluntariosa como la norteamericana, era un misterio. Lo era para Hopper y sus contemporáneos. Pero era algo más elaborado y sentido: se trataba de una derrota moral intangible que se sostenía sobre algo elemental, aunque complicado de entender a primera vista. Y por eso, dedicó buena parte del proceso creativo de su pintura a tratar de comprender los contrastes y contradicciones que podían brindarle vitalidad.

Hopper murió el 15 de mayo de 1967, pero dejó a su paso un legado sobre la visión del hombre que todavía resulta actual. Su obra admirada, querida, parodiada e imitada hasta el cansancio, es una ventana a un país en medio de una cápsula silenciosa y atemporal. Un recorrido de la luz y la sombra por la memoria colectiva e incluso, una reflexión precisa sobre cómo el arte puede ser interlocutor de lo bello y lo doloroso. Una proeza estética que aún sorprende por su aparente sencillez.

Edward Hopper (Self-Portrait) 1925–1930. Whitney Museum of American Art, New York; Josephine N. Hopper Bequest

Aglaia Berlutti (1981) es abogada, fotógrafa y escritora. Es autora de los libros “Bruja Urbana” (FB Libros, 2019) y “Ophelia Ignota” (Taller Blanco Ediciones, 2019). Colabora para distintos medios digitales nacionales e internacionales como Hipertextual, El Nacional, El estímulo y Huffpost, entre otros. Es profesora de Autorretrato, Fotografía en Film e Historia de la fotografía en Venezuela en la Escuela Foto Arte, y editora de la revista Penumbria de México dedicada a la temática del horror. @aglaia_berlutti

Nota editorial: Este artículo es una edición especial con permiso de la autora de la trilogía, Crónicas de los Los hijos de Apollo: Los oscuros lugares del mundo: la obra de Edward Hopper, Partes I, II y III.

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