por Inger Pedreáñez
Fotos cortesía de Héctor Padula, Vasco Szinetar e Inger Pedreáñez.
Los pasos ciegos.
La polifonía del viento, el crujir de lo verde y seco.
El río que te guía, y también te engaña,
la tierra que pisas y el barro que te sorprende.
La rama sutil, la sorpresa de la espina que te frena, te paraliza.
El silencio que aturde. La luz, todas las alas de seda sobre tu rostro,
la captura desesperada, la imagen de lo realmente imaginario.
Héctor Padula
Desde que se adentró en la selva amazónica, el resplandor evasivo del rayo y la perenne oscuridad de la noche se reflejaron en la mirada del médico anestesiólogo cardiovascular, chef y fotógrafo venezolano Héctor Padula. El mismo contraste lo llevó hasta el Catatumbo, en el estado Zulia, para seguir indagando en el paisaje nocturno y la sutileza del eco que deja el destello, en un proyecto que aún sigue su curso. Él es un viajero que se devuelve al origen de la imponente naturaleza para enfrentar sus miedos y revivir experiencias. Luz y sombra como un todo, igual que se ata un nudo entre vida y muerte.

Sus dos publicaciones, ambas diseñadas por Kataliñ Alava, Ipa Wayumi. Mi viaje (LavaKa Producciones, 2017) y PA_DU_LA revelaciones (LavaKa Producciones, 2022), con asesoría de Vasco Szinetar, están vinculadas con experiencias durante su práctica de medicina rural. Durante su formación universitaria fundó el programa Parima Culebra 86 Médicos de la Selva; y desde el quehacer artístico preservó cada memoria, cada acontecimiento, para originar una iconografía propia de su convivencia con los indígenas, como para nunca salir de ese lugar.
Las fotografías realizadas entre 1984 y 1986, no sólo le sirvieron para su primer libro (bautizado en la Librería El Buscón), sino que también con ellas realizó su primera exposición individual en la galería Spazio Zero “Ipa Wayumi y otros relatos” (2018) con el respaldo de la Fundación Telefónica Movistar, y participó en una colectiva en Cerquone Project ese mismo año. Ha sido parte de exposiciones colectivas como la organizada por las embajadas de Venezuela y Francia en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), “El cálculo de las proporciones (la percepción-el pensamiento-la imagen)” (2019), en “GABINETE arte&objetos” (2019) en Madrid, y en la primera colectiva virtual de la galería GBG Arts “Tiempos de Espera” (2020-2021). La Sala Mendoza fue el lugar de la presentación este año del libro “PA_DU_LA Revelaciones”, con palabras del poeta Igor Barreto, y también el sitio donde el público pudo apreciar la exposición de las fotografías del libro y una instalación audiovisual.

Parima Culebra 86 Médicos de la Selva.
En las páginas finales de Ipa Wayuni se asoma, como un aperitivo, lo que trata su segunda publicación, sin negar que ambas son totalmente diferentes. Una recoge elementos documentales o antropológicos, pero sobre todo, una visión íntima y personal de su convivencia con los indígenas. Son retratos que destacan por la cercanía y confianza con las culturas originarias. Mientras que la siguiente publicación se deja llevar más por la intuición y el juego con la ilusión para construir realidades propias.
Para llegar a ese nivel de abstracción, y consolidar su mirada fotográfica, tuvo que pasar por diferentes momentos de ensayo y error con la cámara.
“Comencé a retratar con el objetivo de hacer el historial médico. Tú no puedes mencionar el nombre de un Yanomami, porque de hacerlo, ellos tienen que matarte. Nos pasó que a una doctora la dejaron muy malherida, por decir el nombre de un fallecido. No había forma de llevar un registro. Se me ocurrió hacer fichas únicamente con la foto del paciente, para que los médicos que viniesen después de nosotros no cometieran nuestros errores”.
Sin embargo, las fotos no pudieron ser utilizadas para su fin original: Los yanomamis son nómadas, y aquellos que vivían en Ocamo ya no estaban allí. Tampoco había forma de construir una memoria médica, porque era casi imposible reconocerlos con el paso del tiempo.
“Cometí un error, pero descubrí una intencionalidad que era fotografiar. Esas fotografías, a la postre se convirtieron en los retratos que según Vasco Szinetar, Wilson Prada, Johanna Pérez Daza y Ricardo Jiménez marcan la impronta que diferencia mi trabajo con el de otros fotógrafos de la selva, que es la relación entre la vida, la muerte y el retrato”.
El valor de sus primeras fotografías radica en la demostración de que el yanomami es capaz de posar, de hacerse retratos close up, en un momento de empatía y de cooperación por el acto médico.




Retratos del libro Ipa Wayuni de Héctor Padula
Toda transformación es una forma de muerte. Se extingue algo para dar paso a otras vidas, a otros sentidos. Detrás de la noche, como detrás de la muerte, siempre está el detonante de la luz y de la vida. Las fotografías que más le conmueven a Padula de su primera publicación, surgieron de la epifanía nocturna. Un día fue llamado a recuperar el cuerpo de un antropólogo alemán que se había suicidado (vale decir que en agradecimiento, los familiares del difunto le dejaron una caja llena de películas Ilford a blanco y negro que serían utilizados en sus proyectos). En la noche, comienza a sentir los celajes de figuras que pasaban a su lado. Los niños indígenas le rozaban, le halaban sus vellos, estaban jugando bajo la luz de la luna. Héctor Padula instaló su cámara en unas rocas, y desde el chinchorro, con un disparador de guaya, comenzó a pulsar el botón instintivamente.
“Esos cuerpos eran destellos en movimiento delante de mí. Yo sé que no está pasando nada de peligroso, pero estoy en la oscuridad viendo que el niño se atraviesa. No podía saber si la foto me había salido o no. Al día siguiente, usé el mismo método, pero añadí una linterna de luz amarilla. Cuando sentía que los niños pasaban por delante, la encendía de forma fugaz. Los niños tenían la capacidad de verse entre ellos, pero yo no los veía. Los indígenas tienen una adaptación a la oscuridad y a los sonidos que nosotros no tenemos. En ese momento, estaba consciente de una intencionalidad en la fotografía, de querer incorporar el elemento artístico. Tenía una gran expectativa por saber cómo saldrían esas imágenes. La decepción fue que no salieron”.


No salieron en un principio. Los negativos quedaron archivados por mucho tiempo, hasta que un día conoció a la fotógrafa, cineasta y destacada laboratorista en blanco y negro Franca Donda. Llegó hasta ella por una recomendación para hacer un catálogo de los artistas que representaba en la Galería Icono que había fundado en 1990 (Padula&Baltar). En ese encuentro, Padula le pide a Franca Donda que revise los negativos, con la esperanza de recuperar alguna imagen. Pasaron casi nueve meses, cuando ella lo llamó para solicitarle permiso para forzar el revelado. Ella detectó que había algo en la oscuridad, “doctorcito, usted no sabe lo que usted tiene allí”, le dijo finalmente.
“Yo asocio mi trabajo fotográfico a la memoria, a la preservación. Yo hice esas fotografías para no olvidar los mejores años de mi vida”.
Héctor Padula







Retratos del libro Ipa Wayuni de Héctor Padula.
Cada imagen tiene un sentido. El niño que rompe la flecha frente a su pecho con una mirada desafiante es una de las obras que más valor tiene para el fotógrafo. Vale decir que por esa fotografía Padula obtuvo mención especial como Mejor Fotografía en el Festival de Fotografía Venezolana, Mérida Foto (2016). Podemos ver interacción, como cuando la tribu se asoma en la selva antes de que el médico aborde el helicóptero, mientras un paciente levanta sus brazos, como un ave que aletea, demostrándole que ya la herida sanó, y que se puede mover y cazar. Eso ocurrió en el Alto Siapa, en una comunidad fronteriza con Brasil a la que sólo se accede por aire. Lo mandaron a llamar porque había un herido de flecha, pero sus astillas estaban en ambos sentidos, de modo que al tratar de moverla dañaba más el tejido, lo que dificultaba la extracción. Padula decide anestesiar al paciente con yopo, para hacerle una operación. “Siempre quise ser cirujano, pero esa experiencia me hizo considerar la anestesiología como mi especialidad”. El yopo es un alucinógeno muy común en la selva, principalmente para los actos chamánicos. Y para Padula no sólo sirvió como una revelación médica, sino también artística.
“La primera vez que inhalé yopo fue en la población de Ocamo, una prueba muy tímida, que sólo me produjo un pequeño mareo. Después visité una aldea hostil e inhóspita, en la entrada tenían dos calaveras, de monos o de seres humanas, no lo sé… Fui con un equipo de camarógrafos, un paciente que estaba grave no se dejaba atender y sólo aceptó cuando sugerí inhalar yopo como un chamán. Eso me costó una suspensión del título de médico por un año”.
La tercera vez lo hizo para participar en las ceremonias indígenas, en un momento social.
“Para regresar a nuestro shapono había que caminar un buen trayecto por la selva. Recuerdo el movimiento de la luz, y su efecto a través de lo quebrado de la densa vegetación. Nunca tuve temor mientras caminaba de noche en la selva. Pero después, recordar esos momentos, sí despertaron mi ansiedad”.
Las ReVelaciones de pa_du_la
Hay experiencias que marcan un destino, y para Héctor Padula hubo una que determinó el resultado de su actual fotolibro, PA_DU_LA Revelaciones. Sus páginas evocan cinetismo y abstracción desde un escenario que se construyó a partir de aquellas alucinaciones pasadas. Con el efecto del yopo, el médico sintió que su cerebro se contraía hasta hacerse diminuto, reflexionó después que pudo haberse extraviado, imaginó que tras los árboles un gran gato lo acechaba… Esas ráfagas de visiones en la selva nocturna quedaron reposando en su memoria hasta que años después, en un encuentro con el fotógrafo y director artístico del Museo de la Universidad de Navarra, Valentín Vallhonrat, recibe el impulso para crear algo diferente.

“Muéstrame lo que nunca he visto”, le dijo Vallhonrat. Y allí estaba Padula de vuelta al Amazonas, esta vez entrando por Brasil hasta llegar a Río Negro para recrear sus pasadas alucinaciones. Durante dos años fue acumulando las fotos que le mostraría al curador en España, quien finalmente le respondió: “Ahora sí me has sorprendido”.
En la novela La Vorágine, el escritor colombiano José Eutasio Rivera dice que “la selva es un espejismo”. Para el novelista venezolano Rómulo Gallegos, Canaima es una apretada fronda “solemne y sumida en penumbra misteriosa, con profundas perspectivas alucinantes”. La incertidumbre de la espesura del follaje y la profundidad de los ríos acrecentados en la noche las describe Padula a través de su lente nocturno: cuando el negro se apodera de toda metáfora, surge el acertijo de su fotografía.
“Yo quería el negro absoluto, aunque en realidad no existe. Detrás de la oscuridad siempre hay algo. Porque la oscuridad no existe. Si tú la mides, hay fotones, hay onda magnética y hay una cantidad de cosas… Solamente el negro absoluto existe en los agujeros negros”.
En busca de ese negro más negro para su libro, en compañía de la diseñadora Kataliñ Alava, el autor tuvo que firmar ante Editorial Arte, una carta compromiso donde se hacía responsable del resultado de la impresión (el calibrador de la imprenta se negaba a pasar del 95% de negro, cuando ellos aspiraban a 100%). Contra todo pronóstico, fue exitoso el experimento de mezclar un gris con dos tonos de negro, uno de ellos a base de un azul índigo.









Dijo Guillermo de Aquitania “haré un poema de la pura nada”. Padula lo hace en la fotografía.
Fotos de su libro PA_DU_LA Revelaciones diseñado por Kataliñ Alava.
“Esto es pura ilusión. No son objetos. No son nada. Pero aparecen íconos, por ejemplo, en algunos casos ves imágenes religiosas, figuras humanas que no son tales…Hay un elemento que si lo buscas es como la presencia del pañuelo en los cuadros de Goya…”.
Lo dice Padula mientras pasa las páginas de su libro. Las fotografías tienen algo de fantasmal, de vértigo y de vez en cuando surge el símbolo que reconecta con la realidad: si se observa bien, algunas hojas de la vegetación advierten que todo es producto de la imaginación que despiertan las sombras.
El autor revela que PA_DU_LA nace de la física cuántica cuando buscó interpretar los terrores de la selva, los fantasmas, aquellas visiones que se quedaron en su memoria. Porque no existe una única realidad; tal como lo establecen los cuánticos todo depende de quien lo mire. A fin de cuentas, la abstracción no está en la obra, sino en la mirada individual de cada espectador, que crea nuevas formas, de acuerdo con sus vivencias sensoriales, emocionales y subjetivas. Y para hacer el efecto más misterioso, Padula recomienda ver el libro en la oscuridad de la noche.
“No lo hice con ese propósito, pero si lo haces, comienzas a sentir que caminas por esa selva que ves al fondo. Como fotógrafo no veía nada. Yo simplemente decidí disparar cada tres segundos mi cámara, porque los rayos surgen en el cielo como los flashes. Lo que vemos es la selva iluminada por el rayo y por un instante logro atrapar una realidad instantánea. No te da tiempo de ver el paisaje, porque todo es muy rápido”.
De ese gran lienzo negro, de esas capas de sombras comienza el fotógrafo a figurarse que la cámara es un pincel, de manera que improvisa movimientos para generar texturas.
“Un rayo poderoso hace temblar a la cámara y allí comienza el secretismo a través del movimiento. Ese aspecto pictórico también hace referencia al daguerrotipo. Sería poco humilde decir que tenía un objetivo claro al hacer estas fotos. Realmente no sabía qué iba a obtener. Pero era como estar frente al origen del mundo, en donde todo era tiniebla cubierta de una nube densa de hidrógeno y helio. Las cosas pueden ser, o no ser”.

Escribe el poeta Igor Barreto en PA_DU_LA: “Héctor Padula sumerge su cámara fotográfica en el agua lodosa, en la turba de hojas recién decompuestas, en ese momento cuando la sed no ha despertado y sólo es raíz sumergida. Estas fotos se ubican donde la imagen emana de la ceguera: destellos, rajaduras, que el negro-sólido le regala a la imagen. Por ello pienso en la proximidad que esta serie fotográfica guarda con fotógrafos ciegos como Evgen Bavcar o Tara Miller, por ese empeño de fotografiar lo que podría ser invisible, lo que podría no existir”.
Orígenes futuristas
Amazonas como un destino se trazó en la vida de Padula desde las conexiones familiares, cuando un día su padre le anunció que el doctor Kenneth Gibson daría una conferencia sobre su pasantía como médico rural en San Juan de Manapiare. “Ese día, con una foto que nunca quise olvidar, supe que había un nuevo plan de vida para mí”. (Tomado de su libro Ipa Wayumi).
Mucho antes, cuando apenas estaba por entrar en su adolescencia, tres musas decidieron acompañar el destino de Héctor Padula sin que él aún lo supiera con claridad. Era un sendero marcado incluso desde que tenía cinco años, y que honra a sus raíces. A esa edad, el niño entendió que las ambulancias transportan heridos, no muertos, cuando recibió una de juguete como regalo: su padre anestesiólogo y su tío pediatra le explicaron que no podía desplazar el vehículo despacio, porque debía salvar vidas. Esa anécdota viene a la memoria de Padula cuando trata de explicar la simbología de la muerte en su trabajo artístico.
“Yo creo que la muerte es parte de un eje de vida.
hÉCTOR paDULA
Por eso asocio mi trabajo fotográfico a la memoria, a la preservación”.
Antes de ser médico fue un amante de la fotografía. A los doce años contaba con sus propias cámaras. Antes de ser chef, experimentaba con la magia del cuarto oscuro en su propio laboratorio. La primera foto que reveló fue un autorretrato donde sale como un boy scout con los brazos abiertos y manos retadoras. Tenía su propia ampliadora hasta que la perdió al ser estafado en un canje por un mejor equipo que nunca recibió. Su abuela paterna, además de cocinar muy bien, era fotógrafa y le enseñó técnicas de revelado, utilizando sus manos para hacer sombras y contrastes. Su abuelo materno también era un amante de la fotografía. La familia le impulsó en esta afición.
Como miembro de los Boy Scouts aprendió el valor de servir y amar la naturaleza. Y en una oportunidad, el castigo se transformó en una recompensa para su vida: lo mandaron a preparar el almuerzo de todos, y el menú debió resultar muy bueno, porque desde entonces fue designado como responsable de la cocina, y no se ha detenido en sus emprendimientos culinarios: tiene tres locales, Recoveco en Galipán de El Ávila (una experiencia de gastronomía de autor fundada hace 15 años y que prepara los alimentos con productos de su propia cosecha), la Oficina en La Castellana (un bistró fundado en 2018, desde donde también se despachan por delivery las hamburguesas bajo la firma Tostado); y el más reciente, Quinta 63 en Altamira, donde combina su gusto por el arte con el placer de la enología, en una ambientación creada por el artista Samuel Baroni y un concepto gastronómico que rompe con la tradicional forma de combinar la comida y los vinos.



“El reto que yo le puse a Samuel Baroni era que el restaurant luciera como una selva dentro de una caja de zapatos, y construimos un espacio de arte donde se come arte, se toma arte, porque el vino también tiene mucho de arte, y al mismo tiempo la vajilla, que fue diseñada por nosotros, también es arte”.
Cada emprendimiento exalta con personalidad propia y estilos diferentes, los paladares de sus comensales. No en balde, Padula recibió, por Recoveco, Tenedor de Oro 2015 como mejor chef, premio que otorga la Academia Venezolana de Gastronomía. Y para completar su filosofía, creó un movimiento que se denomina Rebeldes con gusto, con los muchachos en situaciones de riesgo, o los patineteros, que se suman a su staff para lograr esa buena cocina, con una motivación que le permite al chef confiar en el mejor resultado.
Pulsión latente
Su consultorio en el Centro Médico luce como un hogar, como si estuviera dentro de su propio shapono, con una hamaca y utensilios artesanales e indígenas, un penacho, collares, pero también ambientado con obras de arte que podrían distraer a cualquier paciente del ansia de su enfermedad. Tres monitores alternan sus proyectos fotográficos y sobre las repisas cuelgan bocetos y experimentos artísticos por madurar.
Aunque Vallhonrat le dijo que se olvidara de los yanomamis, Padula sabe que siempre tendrá una pulsión visual que lo conecta a su pasado. Durante la pandemia, desarrolló una serie que fue expuesta en la galería GBG Arts, en Tiempos de espera, bajo la curaduría de Lorena González Inneco. Aldeas Invisibles (2020) tiene que ver con la enfermedad, con el aislamiento, pero también con las migraciones de los yanomami.
“La pureza que quiero lograr con esta serie remite a que por más simple que sea la intervención del hombre la imagen se desvirtúa, al punto de trastocarla y convertirla en otra”, dice Padula en el catálogo de esta muestra.






El fotógrafo evita dar explicaciones sobre su trabajo, prefiere el misterio y la interpretación del espectador.
“Hay un gran genio detrás de la interpretación de cada fotografía que es Igor Barreto, que es Vasco Szinetar (curador de la obra de Padula), que eres tú y es el espectador que logra meterse dentro de la foto y logra sacar cosas que a veces ni yo mismo he sentido”.
De allí que no sea sencillo describir sus proyectos actuales sin temor a revelar más de lo debido. Si las fotos de Aldeas Invisibles parecen salpicaduras que pueden remitir a la movilidad, la abstracción vuelve a apoderarse de las imágenes de Padula al trabajar las inversiones. En Trazos, lo que es de noche se hace claro y viceversa, de manera que es la luz la que pinta, en negros evasivos, las formas que se escapan de la densa selva. “Es muy zen, muy japonés, es la luz moviéndose a través de la selva, en una velocidad de obturación muy lenta. Parte de esa serie se imprimió en telas que forman parte del concepto de 63 y funcionan como penetrables”. En ambas series, la fotografía se inspira en detalles reales, que sacados de su contexto generan un pensamiento abstracto, lo que podría definir su propósito de fotografía surrealista.


Hay otro libro en ciernes, aún sin nombre, que aborda tiempo y espacio en la selva, que se aproxima al cinetismo hasta lograrlo, asociado al movimiento del agua y del fuego. Y otra serie fotográfica en construcción que rinde homenaje a su infancia. Nacido en una generación que vio la llegada del hombre a la luna, el universo siempre quedó presente en los juegos infantiles, como cuando imaginaba con sus dos hermanos viajar a la luna. Es una idea que viene rondando luego de haber seguido ingenuamente la realidad ficcionada de Joan Fontcuberta, con el cosmonauta Ivan Istochnikov. “Tengo en mente un libro más pequeño que se abra como un acordeón que es sobre el espacio y allí se va a ver desde la pisada del hombre en la luna, hasta todos los planetas, estrellas fugaces, platillos voladores, la constelación de Tauro. Tienes todo, pero nada existe”.



La serie Apoptosis, que significa suicidio celular, formó parte de la exposición Ipa Wayumi y otros relatos en Spacio Zero (2018).




Héctor Padula. Serie Webb.
Cuando pensó en ese proyecto, apenas terminaba de llegar de su tercera peregrinación por el camino de Santiago. “El primero viaje fue con fines deportivos, el segundo con fines religiosos y también cultural, para estudiar el arte gótico y románico. La tercera vez lo hice por un motivo fotográfico. Y entonces como iba solo, decidí más bien ir acompañado de los yanomamis. Imprimí sus retratos en tipo pergamino, en canvas, algo que no pesara”.
Coincidió ese viaje con una visita a una exposición en el Museo de Navarra en Pamplona del artista Hiraki Sawa. Allí fotografió a una persona superpuesta a la obra del japonés con uno de los retratos de su libro. A partir de esa foto, Padula se propuso invitar a posar a personas con los retratos de los yanomamis por todo el camino de Santiago. Algunos sustituían su rostro por el retrato, otros lo sostenían como si entablaran una conversación; eran discursos distintos que se generaban dependiendo de la puesta en escena. Aquellos retratos viajaron con Héctor Padula a muchas partes, los yanomamis virtuales se reclinaron en su dormitorio y llevaron el mismo sol del Camino de Santiago de Compostela.



La primera foto es ante la obra de Hiraki Sawa en el Museo de Navarra.
Cuando finalmente concluye su labor como médico, vuelve la selva a aparecer dentro del ambiente del quirófano. Blood es una serie que surgió de la observación de una grieta en el suelo de cemento plástico de la sala de operaciones. “Me recuerda la imagen de los cadáveres de los yanomami quemándose en la hoguera, con la explicación de que la parte mala del yanomami entra por la grieta y se va al fondo de la tierra para que nadie la tenga, mientras que lo bueno se eleva entre el humo”. Entonces Padula retrata la grieta, invierte la imagen para darle más profundidad y también retrata la sangre del paciente cuando cae en el piso. “Dentro de lo que vengo haciendo quizás esto es lo único conceptual, porque una grieta tiene miles de lecturas, al igual que la sangre”.
Hay situaciones que desencadenan nuevas representaciones en su fotografía. Me explica Padula que las mujeres yanomamis se cubren las mejillas de barro para contener sus lágrimas y no resbalen al suelo. Y en el rito funerario las cenizas son entregadas al familiar más allegado para que las ingiera en una mezcla que preparan. Todos esos recuerdos suman en el imaginario del fotógrafo.





Su archivo tiene no menos de treinta mil fotos. Así que la tarea de organizarlo es titánica. Más aún cuando cada foto es una estación donde se detiene a editar.
“En mi maletín siempre tengo una cámara que me permite tomar fotos a cosas que observo y que me hacen pensar en una línea de trabajo. Siento un impulso que me dice que esa foto no la voy a poder volver a hacer si no es en ese momento”.
Todavía continúa editando la serie sobre El Catatumbo, que no persigue el rayo en toda su potencia, sino más bien en su apariencia más sutil. Capas y transparencias, positivo y negativo van jugando en el revelado digital de Padula mientras sigue experimentando con imágenes que la luz y la oscuridad generan.
“Una fotografía es un viaje, una expedición, un recorrido donde lo real se confunde con lo imaginario. Una captura al azar, hacia lo oscuro, como acto invidente. Quizá la ignorancia de las cosas ocultas aparecen al imaginarlas con la luz -la evidencia”.
Héctor Padula




Cuando el fotógrafo tomó la decisión de hacer el rural en Amazonas, nunca se imaginó cómo la selva permearía en sus tres pasiones.
“Yo sí sabía que iba a ser buen médico, porque he sido muy constante, he estudiado, sigo actualizándome, porque cuando un paciente me está entregando su vida yo debo tener los conocimientos para honrar esa confianza. La medicina sigue prelando el resto de mis actividades, pero cada una se necesita, cada una suma a la otra… Cuando se muere un paciente se te viene un infierno encima, una soledad, una tristeza terrible. Pero ese mismo día, un cliente llora porque el hueso con tuétano que cenó en mi restaurant le recuerda un almuerzo con su padre en París, y desencadena una alegría y un abrazo, y luego en Instagram alguien comenta una foto… Cuando todo sale bien, como lo planeado, me siento como con una inyección de adrenalina… Para mí, es una energía dejar el hospital con un paciente que se recuperó bien, y me voy al restaurant a cocinar, porque siento que es otra vida… Le tengo miedo a morir. A veces pienso que si tengo varias vidas, he logrado vivir mucho. Entonces me gusta hacer todo lo que se me ocurra, con una condición, que todo lo tengo que hacer bien”.







Se enciende un fogón en la cocina del chef y esa llama quizás evoque nuevamente los recuerdos de Héctor Padula, cuando acompañó a los yanomamis en una de sus mudanzas: un viaje de la llama del hogar originario al nuevo espacio por habitar. Recorre con imágenes el camino del fuego de los ancestros, mecha que nunca se apaga. Un tronco encedido que orienta resplandeciente en la oscuridad. Y su imaginación vuela como esas chispas que crepitan en la noche como quien danza con la luz en la selva nocturna.

“…y es que la muerte también es el inicio de algo, quizá blanco o tal vez negro, pero no es el final de todo. Así como el inicio vino de la nada, esta serie fotográfica me sitúa en el espacio invertebrado de la propia inexistencia, metáfora a la vez de la conciencia mágica”.
Héctor Padula, sobre PA_DU_LA
Inger Pedreáñez es periodista (UCV), fotógrafa, poeta. Profesora de periodismo en la Universidad Católica Andrés Bello. IG: @ingervpr.
Más sobRE Héctor Padula
http://laguiadecaracas.net/58404/sala-mendoza-inaugura-muestra-fotografica-hector-padula/
La década de Recoveco, el sueño de Héctor Padula en Galipán por Rosanna Di Turi
Los libros en Issuu: Revelaciones e Ipa Wayumi.