Johannes Vermeer y el encanto de la burguesía

por Karl Krispin

Recuerdo de niño haber visto una película sobre Oliver Cromwell en que se producía una peculiar escena. El Ironside entraba en una iglesia y derribaba todos aquellos objetos suntuarios y lujosos que nada tenían que ver con la sencillez del mensaje y la liturgia cristiana. Lo superfluo y excesivo sobraban en su mentalidad frugal. No hacía otra cosa que confirmar la austeridad y exaltar los cercanos predicamentos que empezaron a maridarse entre la reforma protestante y los valores de la burguesía. El mundo moderno y la idea del progreso -aunque este se cuestione por los que quieren detener la historia- es una hechura de la reforma protestante y el triunfo del mercado. Aquella frase recurrente de Calvino de que “Dios bendice los negocios de quienes lo siguen” es la bisagra perfecta de esta alianza duradera. Los valores de la burguesía son el trabajo, la constancia, el ahorro, la frugalidad, la familia y la idea de que la salvación sea un reflejo de la prosperidad alcanzada. Ser rico es la prueba irrefutable de la gracia divina. En los países protestantes la iglesia reformada dejó de ser la patrona de las artes y los pintores se abocaron a la especialización y al mercado. Ernst Gombrich señala que los primeros a quienes les tocó esa decisión fue precisamente a los pintores holandeses o de los Países Bajos. El oficio artístico pasó por un cuestionamiento de qué era lo que podía o no ser representado dentro de los señalamientos ortodoxos de la reforma religiosa por el definitivo rechazo a los patrones romanos de la imaginería[1]. Hay que diferenciarlos de los pintores flamencos o de Flandes, el actual territorio correspondiente a la católica Bélgica.

Se cree que este detalle de la obra La procuradora,
es un autorretrato de Vermeer.

Cuando Johannes Vermeer (1632- 1675) nació en Delft, hacía casi un siglo que don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto, ya no se paseaba por esos territorios ufanando la orden del Toisón de Oro como Gobernador General de los Países Bajos. Tampoco el gran duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, también gobernador, que por su poca confianza en la justicia flamenca presenciaba las ejecuciones de los sediciosos holandeses como la decapitación del conde de Egmont a quien tachó como traidor a Felipe II[2]. En 1568 comenzaría la Guerra de Flandes entre las provincias rebeldes y el Habsburgo Felipe que concluiría con la firma de la Paz de Westfalia en 1648 y la definitiva independencia de los Países Bajos del imperio español.

De Johannes Vermeer se conoce poco. Delft, en el tiempo que la habitó el maestro, tenía unos 25 mil habitantes. La vida en los centros urbanos en ese momento era relativamente más llevadera que en el campo y venía estimulada por la revolución comercial que supusieron las mejoras en la construcción de buques para el comercio ultramarino, con las nuevas quillas que les otorgaron estabilidad y rapidez a los navíos. En ese sentido, como apunta Will Durant, la nueva riqueza se extendió mayormente entre los comerciantes, financieros, productores manufactureros y sus aliados en el gobierno. Vale decir, el triunfo de la burguesía como la clase emergente que realizó los cambios hacia la globalización comercial[3]. En la época del pintor, gracias al establecimiento de una sede de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales y a la producción de cerámica, la ciudad vivió una bonanza comercial. Esos comerciantes protestantes serían quienes sustituirán a los grandes nobles y a los prelados eclesiásticos en el encargo de obras de arte con estos pintores entregados a la realidad del mercado. De hecho, la aristocracia terrateniente vio mermado su poder y se vio relegada entre el poder real y las ciudades comerciales, contentándose con su origen, y sufriendo las penas de la inflación junto al proletariado[4].

Johannes Vermeer. La callejuela, 1658.

Algunos historiadores del arte han querido ubicar a Vermeer en el barroco: se trata del problema de las etiquetas y tenerle a cada artista un cajón donde encasillar su trabajo a la vista como un alojamiento cómodo y sin dudas. Si algo hizo Vermeer fue precisamente alejarse de ese drama de la historia, de ese seísmo de la conciencia cabalgando entre la vida y la ficción, entre vigilia y sueño, entre lo concreto y lo aparente que representó el barroco. Vermeer desconoce lo churrigueresco, el exceso, las taquicardias calderonianas, el drama religioso llevado al arte, el ornamento, la tensión interna, el vértigo del mundo que no se comprende o la mirada que busca la respuesta definitiva. No, en Johannes Vermeer, en los escasos cuadros que pintó con una perfección aterradora vive la apoteosis del realismo íntimo de la vida burguesa. Si en los pintores del barroco palpita la grandeza del gesto, la gloria del atavío, la grandilocuencia histórica, en los lienzos de Vermeer, por lo general de formatos pequeños, reducidos, aún en su simétrica perfección, habita el detalle de lo rutinario, la pureza y emoción de la vida diaria de las casas holandesas y la exaltación de los valores burgueses. Atrás ha quedado lo epopéyico, el relato impetuoso para dar paso a una poética del instante que celebra la intemporalidad de lo común.

No sé si sea lícito hablar de Johannes Vermeer como de un pintor aristotélico que desdice del idealismo rimbombante, que no construye la gran utopía, sino que acerca sus retinas (se dice que utilizaba una cámara oscura para la precisión de su objeto) a la intimidad de la vivienda donde una mujer lee con emoción una carta, una hilandera sólo persigue el curso de su aguja y una mujer sonríe con misterio desde su zarcillo de perla. El perfeccionismo de Vermeer aun dentro de estas escenas apacibles es completo; lo calcula todo como un geómetra que mide las líneas y las coincidencias. Hay un ojo matemático en él que fabrica una atmósfera para completar una parentela inequívoca de un espacio compartido donde todo se relaciona. En esa aritmética festeja la eternidad del guiño con lo familiar. El hogar, el sitio de trabajo, el taller, se convierten en la nueva paideia para este mundo burgués de la tarea y la corrección, del hábito responsable, que exhibe una ética del trabajo y de contemplación de los propósitos individuales, de las buenas costumbres, que se habla y comprende entre sí para el homenaje del momento cotidiano. Vermeer traduce a sus lienzos la quietud que se anega en el silencio.  Y toda esa operación de la realidad de la vida misma se produce en una habitación modesta que se marida más que con la luz, con una iluminación parecida al ánimo reposado de sus actores, y esa luz la describe el crítico David Bull[5] como una luz que irrumpe hacia dentro y que nunca ve hacia afuera, como queriendo decir, agrego, que la escena presentada se alimenta de su propia fuerza interna indeclinable[6]. Una luz dentro de la luz.

Johannes Vermeer. El arte de la pintura, 1668.

Así como he sostenido que la vida de un hombre puede contarse desde los libros que leyó, también vale la analogía para los cuadros que lo estremecieron. En el año 2000 llegó a la National Gallery of Art de Washington, después de pasar por los rigores de la restauración en el Kuntshistorische Museum de Viena, donde reside[7], El arte de pintar[8] del maestro Vermeer. La obra de un formato grande, inusual dentro de las restantes producciones vermeerianas[9], es de naturaleza alegórica, habría sido terminada en 1665 y representa a un pintor de espaldas viendo el cuadro que prepara en el que comienza a pintar la corona de laureles que orna a la joven modelo que sostiene una trompeta y un libro. No es otra sino Clío, la musa griega de la historia. Frente al pintor como figura central de la composición cuelga un tapiz[10] con un mapa de las diecisiete provincias de los Países Bajos. El piso es ajedrezado sosteniendo el juego de las artes que se lleva a cabo y la perfecta armonía que sucede entre la representación artística y la historia. La musa tiene los ojos no del todo cerrados, la mirada no es conclusiva, parece descender al propio libro que carga o a la mesa contigua donde hay una reproducción del busto del Brutus de Michelangelo Buonarotti. Tuve la suerte de haber asistido a esa muestra histórica donde si bien no llegué a experimentar el síndrome de Stendhal o algún otro desvanecimiento florentino, me enganchó una inmediata atracción que me paralizó frente al cuadro por más de una hora. Se trata de una obra cuyo erotismo críptico logra seducir de un modo incontrolado. El tiempo exige abolirse: entra en consideración una fecha sin fecha, el de la contemplación total. Las agendas se clausuran, callan los relojes y la lenta ceremonia del pacto estético inunda como en una suma en que espectador y arte acuerdan una consciencia definitiva e integrada.

Johannes Vermeer. La joven de la perla, 1665.
Johannes Vermeer. Muchacha leyendo una carta, 1657.

De entre las treinta y cinco obras del maestro, resaltan La joven de la perla, que ha sido bautizada como la Mona Lisa nórdica y que ha suscitado filmes alrededor de su supuesta historia, La muchacha leyendo una carta, a la que los rayos X recientemente descubrieron que un Cupido había sido pintado encima de la obra. La lechera, El soldado y la joven riendo, Cristo en casa de María y Marta[11], La callejuela, La lección de música, El gentilhombre y la dama bebiendo vino, La tasadora de perlas, El astrónomo; todas estas obras se reunieron familiarmente por vez primera en la exposición organizada por el Rijksmuseum de Ámsterdam en 2023. Pero de entre esas obras me gusta destacar la incomparable Vista de Delft, una obra que concentra la más elevada devoción por la ciudad que lo vio nacer. De alguna forma es la posible contracara de obras urbanas como las que con posterioridad realizara Canaletto sobre Venecia, llenas de esplendor, movimiento, gloria. O distinta a la solidez estática de la ciudad de Piero Della Francesca, o el Toledo del Greco, debatiéndose fantasmalmente entre el cielo y la Tierra. La mirada de Vermeer sobre su ciudad regresa al encanto burgués de la serenidad, de la normalidad de sus buenos y acomodados vecinos, de sus marineros a punto de zarpar, de sus correctos comerciantes en una charla de última hora, con sus agujas teológicas hacia un cielo entre la tormenta y el buen tiempo. Vermeer retrata un instante sobrecogedor, pero de ningún modo épico sino beatífico y nunca con la perspectiva totalizadora del pintor que agiganta sus ángulos ecuménicos. Es una ciudad en paz, en armonía, con la plácida seguridad de sus habitantes que se encuentran con Dios en sus misales y sus libros de contabilidad.

Johannes Vermeer. La lechera, 1658.

Marcel Proust dijo de la Vista de Delft que se trataba del cuadro más bello del mundo. En La prisionera, que forma parte de En busca del tiempo perdido, para describir la muerte del escritor Bergotte, se refiere a este cuadro con varias frases que bien vale la pena recordar: “…estaba tan bien pintado, que, si se lo miraba exclusivamente, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaría a sí misma… (…) Por fin, estuvo delante del Vermeer que recordaba más clamoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que, gracias al artículo del crítico, advirtió por primera vez unos pequeños personajes en azul y que la arena era rosada y, por último, la preciosa materia del pequeñísimo lienzo de pared amarillo. (…) Mis últimos libros son demasiado secos, debería haber aplicado varias capas de color, haber vuelto las frases preciosas en sí mismas, como este lienzo de pared amarillo.[12]

Johannes Vermeer. Vista de Delft, 1661.

En el siglo XX apareció una obra apócrifa de Vermeer. Con el triunfo aliado en Europa y la destrucción de los fascismos, ocurrió la confiscación de buena parte de lo que los jerarcas nazis habían obtenido en pillaje de obras de arte. La policía holandesa fue llamada por el Séptimo Ejercito de los Estados Unidos al comprobar que del botín incautado al mariscal Hermann Göring se encontraba un cuadro de Johannes Vermeer no registrado en los catálogos autorizados del pintor. Al morfinómano y jefe supremo de la Luftwaffe le había vendido el lienzo, Cristo con la mujer adúltera, el negociante de arte y banquero Alois Medl quien, a su vez, lo había adquirido de un tal Henricus Antonius “Han” van Meegeren. Los sabuesos de la policía dirigieron sus pasos tras la pista de Meegeren. Lo interrogan, lo increpan, y permanecen incrédulos ante el desconcierto de la confesión final del capturado de que el cuadro había sido pintado por él. Para demostrar el perjurio lo hacen pintar frente a todos. La sorpresa fue mayor cuando se dieron cuenta de que no mentía. Este famoso falsificador, llevado a la literatura entre otros por Irving Wallace en El caballero de los domingos[13], su libro de crónicas publicadas originalmente en The New Yorker, fue tan meticuloso en su afán de repetir que fabricó pinceles como los de Vermeer y realizó mezclas de pigmentos propios del siglo XVII. Para mayores resultados, endureció la pintura para luego cuartearla y darle la apariencia de envejecimiento que alejara cualquier sospecha. Durante el juicio que le siguieron, le fue permitido estar en libertad. Finalmente resultó condenado a un año de cárcel, pena que no logró cumplir pues falleció antes del término a los 58 años.

Con escasos 43 años Johannes Vermeer se despidió del mundo. Habría tenido unos once hijos, algunos de los cuales murieron en la infancia. André Malraux esgrime con convencimiento de que tanto su esposa como sus hijos habrían servido de modelos para sus cuadros[14]. Su arte fue reconocido en vida y sus obras alcanzaron precios por encima de sus contemporáneos, además de que fue presidente del gremio de pintores, estimado, visitado, y mencionado por artistas como Joshua Reynolds. Cayó en el olvido para ser devuelto a la memoria en el siglo XIX. Nuestros tiempos lo estiman y celebran en el convencimiento de su obra rotunda, clara y eterna, desprovista de errores.

Johannes Vermeer. El astrónomo, ca. 1668
Johannes Vermeer. El astrónomo, ca. 1668

Karl Krispin. Escritor venezolano (Caracas, 1960). Ha publicado las novelas Ve a comprar cigarrillos y desaparece (2020), La advertencia del ciudadano Norton (2010), Con la urbe al cuello (2005, 2006, 2012), Viernes a eso de las nueve (1992); los estudios La revolución Libertadora (1990), Golpe de Estado Venezuela 1945-1948, (1994), los ensayos Bush en Playa Parguito (2018) Lecturas y deslecturas (2009), Camino de humores (1998); los minicuentos 200 breves (2015) Ciento breve (2004). Colaborador habitual de las revistas digitales @zendalibros y @prodavinci. Ha sido presidente de la Asociación Cultural Humboldt en Venezuela. Es Miembro del Club de Roma y fue presidente del Capítulo Venezolano. Su cuenta Twitter es @kkrispin y en Instagram @karlkrispin


[1] Apunta Gombrich en su Historia del Arte: “En los países nórdicos, en Alemania, Holanda e Inglaterra, los artistas se enfrentaron con una crisis mucho más seria que sus colegas italianos o españoles. Estos últimos sólo tenían que resolver el problema de cómo pintar de un modo distinto y que causara una impresión mayor. En el norte, el problema se convirtió de pronto en si se podía y se debía continuar pintando. Esta gran crisis fue producida por la Reforma. Muchos protestantes pusieron objeciones a los cuadros y estatuas que representaban a los santos en las iglesias, y los consideraron como signo de la idolatría papal.” Gombrich, E. H., Historia del Arte. Ediciones Garriga, Barcelona 1967, p. 302.
[2] El propio Felipe había sido nombrado por su padre como Gobernador de los Países Bajos en octubre de 1555. Mulcaby, Rosemary. “Felipe II, amante de las artes” en: Phillipus II Rex, Lunwerg Editores. Barcelona 1998, p. 241.
[3] Durant, Will. The Reformation. A History of European Civilization from Wyclif to Calvin: 1300- 1564. Simon and Shuster, New York, 1957, p. 755.
[4] Ibidem.
[5] Vermeer: Master of Light, November 11, 2001 (USA). Documental. Director: Joe Krakora.
[6] Gombrich escribe sobre Vermeer: “La mayor parte de sus cuadros presentan sencillas figuras en la habitación de una casa típicamente holandesa; en algunos no aparece sino una sola figura ocupada en una sencilla tarea casera, como, por ejemplo, una mujer vertiendo leche de un cacharro a otro. (…) …consigue Vermeer una perfecta y paciente precisión al captar las calidades, los colores y las formas sin que el cuadro parezca nunca trabajado y duro. Como un fotógrafo que de propio intento suaviza los contrastes demasiado fuertes de su fotografía sin deshacer las formas, Vermeer dulcifica los contornos y, no obstante, conserva la impresión de solidez y firmeza. Esta rara y excepcional combinación de precisión y suavidad es la que hace inolvidables sus cuadros mejores, que nos hacen ver con un nuevo mirar la sosegada belleza de una escena sencilla y nos da una idea de lo que sintió el artista cuando contempló la luz filtrándose por la ventana y avivando el color de un pedazo de tela.” Gombrich, Op. Cit., p. 353.
[7] Vermeer murió acosado por los acreedores y uno de los cuadros que puso a resguardo su esposa Catharina Bolnes fue este junto a dieciocho más que fueron a parar a la propiedad de su madre, María Thins y, consiguientemente, suegra del pintor. La obra pasó a manos de unos aristócratas holandeses de la baronía van Swieten. En 1813 la adquiere un conde austriaco, Johann Rudolf Czernin, en cuya familia permanece la obra hasta el siglo XX. Los condes Czernin del siglo XX se repartieron el patrimonio familiar y uno de los herederos contactó al millonario estadounidense Andrew Mellon para venderle el cuadro, cosa que no pudo realizar por protecciones nacionales al patrimonio artístico. Finalmente, el comprador resulta ser Adolf Hitler por 1,65 millones de reichsmark. Hitler lo colgó en sus galerías particulares del Bertechsgaden y, ante la inminencia de la invasión soviética, mandó que el cuadro se escondiera en la mina de sal de Altausse donde el Ejército de los Estados Unidos la rescató devolviéndola al Museo de Viena, a pesar del reclamo del conde Czernin que pedía que se la regresaran porque el Führer lo había obligado a vendérsela por un precio inferior al de su valor. Torres Duarte, Juan David. “La odisea de una obra”, Magazín cultural, Diario El Espectador, Bogotá, 11 de abril de 2013. https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/la-odisea-de-una-obra-article-415478/
[8] El historiador del arte suizo, Heinrich Wölfflin, ha insistido sobre el esquema “barroco” de la composición: “La modelo se sitúa en el fondo de la pieza y vive únicamente a través de la relación con el hombre para el que posa, lo que crea un movimiento hacia la profundidad, acentuado por la perspectiva y la dirección de la luz.” Proust, Malraux et al. Vermeer de Delft. La Galerie de la Pleiade. Librairie Gallimard. Montrouge 1952, p. 118.
[9] Treinta y cinco en total, según la nota de prensa publicada por la National Gallery of Art de Washington para el evento. “Johanns Vermeer’s Extraordinary Masterpiece “The Art of Painting” Travels from Vienna for Exclusive U.S. Showing at the National Gallery of Art 24 November 1999 – 6 February 2000”. https://www.nga.gov/press/exh/0152.html
[10] Algunos críticos han señalado que se trataría de un tapiz de Gobelino, llamado así por la fábrica de Gobelin situada en Paris de Francia en el número 42 de la avenida de Gobelins. Philip Hale, un especialista de la obra de Vermeer discrepa de esa apreciación cuando afirma que la fábrica francesa abrió el 1 de junio de 1662 y que es poco probable que su producción haya llegado al Delft de la época de Vermeer, por lo que apunta que debió tratarse de un tapiz local. Hale también ha dejado escrito que probablemente no es exagerado pensar que este cuadro sea la realización técnica suprema de este mundo. Hale, Philip L. Vermeer. Hale, Cushman & Flint. Boston New York 1937, p. 200/201.
[11] En este cuadro hay un diálogo franco, incluso de tipo gastronómico -según señala la anécdota- entre Jesús y sus amigas, lo que corrobora la visión hacia la cotidianeidad glorificada que tenía el maestro de Delft. Jesús no expresa personalidad sobrenatural alguna, no se trata de la usual sacra conversazione, sino es la charla relajada entre quienes compartirán la mesa.
[12] Proust, Marcel. La prisionera. Debolsillo, Barcelona 2000, p. 191.
[13] Wallace, Irving. “El hombre que estafó a Goering” en: El caballero de los domingos. Ediciones Grijalbo. Barcelona 1967, p. 285.
[14] Malraux, André. “Un artiste a jamais inconnu”. Proust, Malraux et al., Op. Cit., p. 16-23.

Obras de Vermeer

A principios del 2023, entre febrero y junio se expuso una muestra en el Rijksmuseum en Amsterdam de la obra completa del pintor Johannes Vermeer van Delft. Una exposición que agotó todos los tickets durante la preventa, por lo que ni turistas ni desprevenidos tuvieron chance de entrar a conocerla. La exposición incluyó obras que son atribuibles a Vermeer, pero para las cuales aún existen dudas.

En esta galería, nos propusimos incluir todas las pinturas de Vermeer, además de las presentadas en el artículo de Karl Krispin. Las tres obras cuestionadas se encuentran incluidas al final. Para ver las obras aumentadas y con su título pulsar sobre ellas.

Más sobre Vermeer

https://www.rijksmuseum.nl/en/whats-on/exhibitions/vermeer

http://www.essentialvermeer.com

2 comentarios

Deja un comentario