Gustav Klimt

por Aglaia Berlutti

Gustav Klimt era hijo de un orfebre y desde muy joven, comprendía los metales como una forma creativa, que le alejaba del manejo del óleo y la acuarela, mucho más populares por la época. Pero Klimt estaba obsesionado con la idea que el arte era algo más que una mirada plana sobre la realidad. En su imaginación, la portentosa capacidad del arte para cambiar el mundo formaba parte de algo mucho más elaborado, extraño y hermoso. En especial, a medida que se hizo más consciente de que su obra estaba destinada a abrir una brecha considerable en la historia de su país y su tiempo.

Como artista, había recibido formación en la Escuela de Artes Aplicadas, en la que la educación tenía una relación directa con el arte como una forma de sustento, pero en realidad, una muy pequeña con la condición de lo artístico. De hecho y a pesar de sus intentos, Klimt jamás fue alumno de la Academia de Bellas Artes de Viena, en la que habría recibido una educación formal y mucho más filosófica sobre la idea del arte. Pero el pintor encontró un equilibrio para crear y construir un concepto sobre lo artístico que desafió la moral de la Europa en transición entre siglos, pero en especial, en la forma en que se reflexionaba sobre el poder de lo estético como un tipo de lenguaje.

Gustav Klimt. Fotografía de Trcka Josef Anton. 1914.

Para Klimt, que había crecido convencido en el poder de los misterios y que consideraba el arte como una recreación simbólica de espacios anónimos, crear era un recorrido que comenzaba por algo concreto: un mundo en el que sus obras pudieran ser reales. Que tuviera vida propia y también, una conexión real y potente con todo lo que le rodeaba. Y eso, comenzaba con una atmósfera irreal, sofisticada, singular. “Nadie puede crear si no es parte del arte” escribió en una de sus notas sin fechas, recopiladas en el libro Gustav Klimt de George Braziller y Alessandra Comini. Para el pintor, cada una de sus piezas eran espacios esenciales que conducían a lugares nuevos por completo.

Klimt siempre tuvo el impulso de crear algo precioso, profundamente significativo, pero en especial, trascendente. De modo que cada una de sus pinturas eran un espacio amplio repleto de todo tipo de detalles y en especial, una constante referencia a lo mitológico y a lo misterioso. Para el pintor crear era un acto de liberación, pero también uno que aseguraba la independencia intelectual, que sin duda sostenía la idea sobre el arte como expresión liberadora de todo tipo de percepciones sobre la conciencia humana y además, como una forma de enfrentar lo singular de la naturaleza primitiva de lo carnal.

Gustav Klimt estaba decidido a innovar y a romper los estrechos moldes de la pintura y el arte austríacos. Para 1897, la percepción del arte en el país era una combinación de conservadurismo y a la vez, un recorrido por una moral sostenida sobre cierta concepción de la “integridad espiritual”, una visión que incluía una mirada sobre el hombre y sus vicisitudes más bien idealizada y relacionada con un patrón más emparentado con lo espiritual que con lo terrenal. Klimt que, desde muy joven, había sentido una especial predilección por el arte que “que era capaz de maravillar a la mente y al cuerpo” encontraba la visión artística de su país agobiante. Se trataba de un duelo entre la realidad concreta — “un pintor debe comer, además de soñar” escribió en 1901 — y el ámbito más abstracto de la creación. Klimt no era un soñador ni tampoco, un hombre que no comprendiera la importancia del arte como medio de sustento — fue el primer artista austríaco en permitir la reproducción parcial y total de su obra — pero eso no evitó, que tomara decisiones por completo relacionadas con la cualidad artística, polémica o escandalosa de sus obras.

Foto de grupo de los miembros de Wiener Secession tomada en ocasión de la XIV exposición de 1902: Anton Stark, Gustav Klimt (en la silla), Kolo Moser (con sombrero enfrente de Klimnt), Adolf Böhm, Maximilian Lenz (recostados), Ernst Stöhr (con sombrero), Wilhelm List, Emil Orlik (sentados), Maximilian Kurzweil (con capa), Leopold Stolba, Carl Moll (acostados), and Rudolf Bacher (de izquierda a derecha, Photo: Moriz Nähr / Pictorial Archives of the Österreichischen Nationalbibliothek)

Fue uno de los miembros fundadores y después cabeza visible del grupo de artistas Wiener Secession, que se formó a partir de la intención conjunta de 19 artistas de aglutinar los principios generales del modernismo. Todos pertenecían a la escuela Künstlerhaus y habían abandonado en forma de protesta más o menos simbólica a la Vereinigung Bildender Künstler Österreichs, que era la asociación más antigua y sólida del arte austríaco. Al principio, su objetivo fue analizar los cambios que la industrialización estaba provocando en el arte, tal y como se conocía hasta entonces; y después, elaborar algo más complicado a través de ideas que se relacionaban con el individuo en una época cada vez más relacionada con la despersonalización. La llegada de Klimt no sólo le brindó un propósito completo — la búsqueda de una versión de los artístico que pudiera englobar una idea concreta sobre el hombre como creador.

Pero era un grupo anárquico, que jamás redactó un manifiesto y mucho menos, se estructuró bajo algún orden en específico. La idea general era encontrar en cierta percepción de lo caótico, la versión sobre “el bien, mal y el arte” moderno. Conformado por naturalistas, realistas y simbolistas, el grupo debió luchar contra la resistencia del gobierno austríaco por subvencionar a una variedad de artistas “la mayor parte indecentes” y sólo después de una larga negociación — de la que fue excluido Klimt — pudieron construir una sala de exposiciones modesta, pero con gran influencia en la vida cultural vienesa. Con el busto de Pallas Athenea al frente y los ideales de los “más grandes rebeldes anónimos” el grupo estaba dispuesto a transformar las artes. O al menos, abrir espacio para una nueva concepción de lo que el arte podía hacer y expresar a partir de lo enigmático.

Sede de la Wiener Secession, dibujos, vistas de las salas de la exhibición de 1902 donde se develó el Beethoven Friezze de Klimt y vista actual del edificio.

Para entonces, Klimt, que se había hecho progresivamente famoso y en especial, en una especie de símbolo de toda una generación de creadores con ideas renovadoras y radicales, se hizo además, parte de una nueva tendencia de crear a través de la mixtura de materiales y simbología. Ya para su famosa Pallas Athena que pintó en 1898 y su primera versión de Judith, de 1901, utilizaba pan de oro para crear la percepción que había varias dimensiones ocultas bajo las asombrosas imágenes. El efecto era perturbador: entre el realismo y la percepción de la belleza, las imágenes de Klimt se convirtieron en un éxito considerable en lo comercial y hasta cierto punto de crítica. Cada una de sus modelos, era de una belleza asombrosa, de una espléndida cualidad humana y terrenal, que contrastaba con el brillo del oro y las gemas falsas engastadas a su alrededor. Pero para Klimt el diálogo estaba en otra parte: todas sus pinturas estaban destinadas a ensalzar lo efímero a través de la idea de la belleza hedonista. El paso de esa versión casi recatada de sus obras posteriores ocurrió muy rápido y de pronto, sus desnudos causaron sensación, estupor y hasta verdaderos ataques histéricos en Viena. Pero en general y más allá del efectismo alrededor de sus puestas en escena, su vida de asceta que en realidad amaba los lujos mundanos y el éxito económico, Klimt era capaz de crear un puente entre el rígido arte de Austria hasta entonces — lleno de rostros hieráticos y de belleza simple — a algo más apoteósico y sensual.

Klimt, Pallas Athena- 1898. Historisches Museum der Stadt Wien.
Gustav Klimt. Pallas Athene, 1898.

Para cuando el Wiener Secession se hizo famoso, Klimt, su cabeza visible brillaba en todo su esplendor. Después de un corto recorrido por Europa — y una estancia más que satisfactoria en Italia — Klimt regresó a Viena convertido en un ídolo y dedicó esfuerzos, imaginación y trabajo a la decoración del palacio Stoclet, propiedad del banquero y aficionado al arte Adolphe Stoclet y construido por Josef Hoffmann, era una suntuosa construcción sin personalidad artística a la que Klimt brindó quizás una de las decoraciones más fastuosas que la Europa de la época había visto en varios siglos. De hecho, el trabajo le convirtió en una especie de leyenda viva con respecto al arte de la ornamentación. Klimt utilizó oro, piedras preciosas, láminas de metal y lo que hasta entonces había sido una construcción simple y severa, se volvió una especie de deslumbrante palacio radiante que despertó el asombro a lo largo y ancho del continente.

Obras de Klimt en el palacio Stoclet. En una de las paredes un Árbol de la vida.

La revolución en sus obras fue total. Tanto y de tantas formas, que de pronto, tuvo una explosión de creatividad que se reflejó en todas sus obras. De la época datan el Retrato de Adele Bloch-Bauer I (1907) y El beso (1907–1908). A la vez, Klimt se volvió el favorito de buena parte de Viena y su estudio se llenó de damas de la alta sociedad vienesa, a las que retrató de manera exquisita, envueltas en pieles y rodeadas de halos radiantes. Se les llamó retablos, también manifestaciones de “valor entre la joyería y la pintura” y al final un tipo de arte desconcertante que atrajo a una buena cantidad de acaudalados mecenas de todas partes de Europa. Klimt se volvió más extraño, más huraño y más excéntrico. Siguió empeñado en vestir solo de blanco, usar sandalias, el cabello largo y disfrutar de una vida sexual que según los chismorreos, era lo suficientemente extravagante como para despertar el asombro de la ciudad.

Klimt, Adele Bloch Bauer I, 1907
Gustav Klimt. Adele Bloch Bauer I, 1907
El Beso, Gustav Klimt
Gustav Klimt, El beso. 1907–1908. Galerie Belvedere, Austria.

Y por supuesto, su estudio era el centro de una gran actividad artística, aunque a mediados de 1910, comenzó a ser más selectivo en sus encargos y decidió que solos sus adorados gatos sin nombre, podrían vivir en el amplio patio semicircular y los salones. Llegó a tener más de veinte y a todos dedicó lujos sin sentido y en ocasiones absurdos, como tapices y telas para el descanso de los felinos y hasta esculturas de metal, que construía para deleite de su manada. A partir de 1910 y cuando ya había alcanzado su estatus de ícono de una Viena en plena renovación, comenzó directamente a pintar desnudos, fascinado por la idea del cuerpo reconvertido en territorio de lo erótico como símbolo de poder.

“Las mujeres no comprenden la forma en que el tiempo las sublima. Por ese motivo añado oro, como si fuera una concepción poderosa de lo que escondemos”.

Gustav klimt

Era desordenado, obsesionado con su trabajo y como anotó en el viejo diario que nunca completó — único registro de algún documento escrito de su puño y letra — su gran ambición era crear para la posteridad “la libertad, la completa libertad, la diáfana libertad”. Klimt estaba convencido que el arte era una forma de independencia de toda idea alienante. “Hay paz en creer que todos tenemos un truco bajo la manga, una idea que nadie ha visto, una forma de crecer mucho más portentosa que cualquier otra”.

La frase, la escribió el día antes de recibir el premio de la exposición Universal de Roma por su espléndida obra La vida y la muerte. Era su momento de mayor esplendor, el que recordaría en su lecho de muerte, el que le haría decir unas horas antes de morir “el oro en nuestra vida, es el parpadeo del tiempo”. Para entonces, Klimt había alcanzado una inmortalidad mundana, pesarosa e incluso, grotesca en su extraña combinación de belleza y pura necesidad comercial. Un logro que más tarde, abriría las puertas a la leyenda que le acompañaría en su recorrido como mito del mundo del arte.

Gustav Klimt - Death and Life 1911
Gustav Klimt - Muerte y Vida 1911

En 1898, un periodista le preguntó a Gustav Klimt cómo describiría su trabajo y a sí mismo, luego de haberse convertido en uno de los personajes más conocidos de la Viena de finales de siglo. El pintor y su interlocutor se encontraban en el ya célebre estudio del artista. Había más de quince gatos que saltaban de un lado a otro, que se restregaban contra los tobillos del nervioso invitado y en especial, contra las manos de Klimt, que vestía de puntilloso blanco, sandalias y llevaba por una vez, el cabello largo bien peinado. El pintor suspiró y miró a su alrededor. El periodista diría después que caía la última hora de la tarde y que la luz que entraba por la ventana pareció encender en destellos dorados todos los cuadros a su alrededor. Una imagen onírica, asombrosa que le dejó asombrado y que el pintor se dedicó a mirar con una solemnidad casi dolorosa. “Estoy convencido de que no soy particularmente interesante como persona. No hay nada especial en mí”, dijo entonces. La luz del sol le coloreó el rostro, la sencilla túnica blanca y después, le hizo brillar como si formara parte de las extraordinarias obras que le rodeaban.

“Soy un pintor que pinta, día tras día, desde la mañana hasta la noche”.

Gustav Klimt

La noche terminó por llegar y ambos hombres se quedaron a oscuras, con los gatos aun saltando y maullando entre las sombras. Klimt se inclinó, encendió una vela y miró con aire reposado al periodista. “El arte no necesita interlocutores. Por ese motivo, existe y es suficiente para todos quienes le admiran”.

Klimt era mucho más intrigante que la imagen de asceta que se labró por razones más mercantiles que espirituales. Era una curiosidad en la Viena elegante de finales del siglo XIX, un hombre que atraía a una gran parte de los miembros de la burguesía y clase alta de la ciudad, que acudían ya fuera para pagar uno de los costosos retratos radiantes en oro o para después, poder afirmar, que habían conocido al genio detrás de las rutilantes pinturas. Klimt estudiaba durante horas, se esforzaba en ser el mejor retratista de su época en un lenguaje artístico que le llevó años pulir con cuidado y después, profundizar. Era un hombre tímido, aunque con un carácter desconcertante, que podía pasar días sin que nadie le escuchara hablar, pero que, a la vez, tenía una larga lista de amantes con las que concibió catorce hijos. Solía pasearse por Viena, llevando el cabello largo y despeinado, con extrañísimos abrigos de cuero y con las manos brillantes de polvo de oro. Su sola figura se convirtió en motivo de comentarios, maravilla y después, de discusión y debate. Lo cierto era que Klimt jamás pasaba desapercibido.

Con Emilie Flöge, diseñadora de modas, dicen que ambos servían de inspiración el uno al otro. Que los trajes que Klimt ponía a sus modelos eran diseños de ella y que ella se inspiraba en sus pinturas para el diseño de sus vestidos. Klimt le heredó la mitad de su patrimonio a ella.

El rebelde originario

Gustav Klimt nació en 1862 en Baumgarten (Austria) a pocos kilómetros de Viena. Era el menor de siete hermanos — por ese motivo se llamó a sí mismo “vampiro” más de una vez — y también, el más rebelde. Jamás obedeció el imperativo paterno de dedicarse al grabado de oro y plata, el negocio familiar, sino que insistió en que su norte “era el arte”. A los siete, pintó una imagen de una de las amigas de su madre desnuda, que le valió una reprimenda y una paliza. Pero su padre, que según diría el artista tenía “un alma sensible”, admiró también la habilidad del pequeño Gustav para el dibujo. “De modo que mi primer encuentro con el arte fue entre el bofetón y el placer” se burlaría de adulto.

Fue gracias a ese dibujo — y al hecho de que, a pesar de su carácter incomprensible, era un aplicado estudiante y tenía habilidad nata para el aprendizaje — que sus padres le permitieron matricularse a los 14 años en la Escuela de Artes Aplicadas de Viena. Era un alumno inquieto y sagaz, que ya pensaba en el arte y lo hacía con tal obsesión, que llegó a estudiar no sólo historia del arte, como era su primera intención, sino también una variedad de materias, incluidas la pintura al fresco y el mosaico. Hizo recombinaciones entre ambas disciplinas, creó un recorrido visual a través de puntos creativos tan distantes como los trozos de cristalizados de porcelana y el lienzo. Dos años después de llegar a la escuela, ya era conocido por su habilidad, por su brillante capacidad para mezclar de manera ingeniosa lenguaje y técnica, además de su inteligencia. “Respondía las preguntas con arte” diría después.

Con 16 años y mientras el resto de sus compañeros abandonaban o se dedicaban a tareas de estudios especializados, Klimt recorría los museos de la ciudad para estudiar los grabados de los jarrones antiguos y otras piezas que implicara orfebrería. Pero el jovencísimo pintor, también estaba siendo educado para vivir del arte y disfrutar de las bondades de una ciudad que estaba obsesionada con sus movimientos artísticos. A los 18 años comenzó a trabajar formalmente como pintor y aceptó encargos en murales y decoraciones de teatros y edificios públicos de la ciudad. Klimt estaba obsesionado con la mitología y tenía una asombrosa habilidad para crear símbolos y versiones sobre la realidad, a través de metáforas visuales muy elaboradas. Tanto, como para que, a finales de 1880, llenar el ministerio de cultura, con una línea ornamentada que se extendía a través de la pared hasta crear un perfecto e impecable arco lleno de figuras mitológicas. Lo mismo hizo en el fastuoso Burgtheater de Viena. Pero aquí, no sólo se limitó a crear una cosmogonía detallada de cuerpos esbeltos, sino que abarcó una pared entera con un mural de una belleza tan deslumbrante que se convirtió en atracción pública. Tan asombroso fue el resultado del experimento, que el Emperador Franz Josef, otorgó a Klimt la Orden de Oro del Mérito.

Pinturas en el techo y paredes de las escalinatas del Burgtheater de Viena.

Para los 20 años, Klimt ya era relativamente famoso y también, tenía el suficiente dinero para independizarse de su familia. Alquiló un estudio pequeño y de inmediato “adopté algunos gatos, para tener compañía apropiada”, para dedicarse a encargos decorativos en diversas casas privadas y también a los retratos. De la época, datan sus primeros dibujos eróticos, algunos tan explícitos que de inmediato se corrió el rumor que Klimt visitaba los exclusivos prostíbulos de la ciudad en busca de placer y de modelos. Hubo revuelo y su fama de libertino comenzó a cimentarse. Un periódico de cotilleos de Viena habló sobre el joven “esbelto, tímido y encantador pintor que ha robado el corazón de todas las mujeres más intimidantes de la ciudad”.

Para entonces, Viena bullía en una vida artística radical y bohemia, que incluía a jóvenes artistas que a su modo crearon una revolución total en buena parte de la antigua forma de entender el arte en la ciudad. Desde el arquitecto Otto Wagner, los compositores Gustav Mahler y Arnold Schönberg, y el psicoanalista Sigmund Freud, toda la vida intelectual de Europa parecía confluir en Viena. Para entonces, Klimt tenía 23 años, era misterioso, extraño y uno de los pintores más ricos de la ciudad. Pintaba tanto y en tantas formas, que llegó a rumorearse tenía ayudantes que se ocultaban del ojo público. Pero en realidad se trataba del esfuerzo sostenido del pintor, que trabajaba de forma incansable día y noche, hasta caer exhausto, pero también estaba decidido a romper todos los espacios y moldes que podían sujetarle “Quien quiera saber algo sobre mí”, dijo por la época en una carta privada “debe mirar atentamente mis pinturas y tratar de ver en ellas lo que soy y lo que quiero hacer”.

Musa dorada, sol radiante, los ojos del gato misterioso

A los treinta, comenzó el verdadero proceso de Klimt hacia la vanguardia, en especial, cuando comenzó a comprender — y a mostrar interés — por el hecho de llevar la noción sobre lo pictórico a través de un recorrido metafórico por la mente humana. Eran tiempos de analizar la razón, la consciencia y el yo, una influencia definitiva en Klimt, pero en especial, en la forma en que comprendió las líneas que vinculaban el arte con las pulsiones más secretas de la identidad. Fue una época en que el sexo se convirtió en tránsito de la conciencia, en la que Sigmund Freud logró transmigrar el orden de las ideas en algo más elaborado y consistente, relacionado con lo erótico a un nivel por completo nuevo. Tanto como para que el historiador Gilles Neret dijera que de pronto, todo en Viena era fálico, relacionado con lo invisible o el subconsciente. “No había ningún objeto vertical que no se interpretara como eréctil, sin orificio sin penetración potencial”.

Para Klimt fue un descubrimiento total. Uno que además transformó su obra por completo y la hizo más perdurable y compleja. El poder de crear convirtió las obras de Klimt en un recorrido poderoso que asombró por su significado, pero también por los riesgos que el artista corrió. De pronto, las mujeres extraordinarias del pintor encarnaban la belleza, el poder, el miedo y el asombro. También la bondad y la crueldad. Ya para entonces, combinaba metales, polvo de oro y motivos mitológicos, pero en especial, estaba obsesionado con lo femenino. Con un tipo de poder secreto que atribuía a la maternidad, la belleza y la sexualidad de la mujer.

Judith and the Head of Holofernes, Galerie Belvedere 1901.Judith and the Head of Holofernes, Galerie Belvedere 1901.
Judith and the Head of Holofernes, Galerie Belvedere 1901.

La tendencia se hizo evidente en una de sus obras más conocidas: Judith y la cabeza de Holofernes (1901), presenta a un personaje central femenino fuerte y sexualizada sosteniendo la cabeza de su agresor. La poderosísima imagen, además, estaba rodeada de los suficientes símbolos sobre el poder y la necesidad de comprender un doble discurso en la obra, que causó revuelo. Por primera vez, Viena se escandalizó con la visión del pintor, algo que se volvería habitual en adelante. “Estoy menos interesado en mí mismo como sujeto de pintura que en otras personas, sobre todo las mujeres” admitió en una entrevista en que se le preguntó sobre la forma en que sus retratos se habían vuelto de curiosidades de belleza impecable, a verdaderas provocaciones públicas. Las mujeres en sus cada vez más grandes cuadros se volvieron asombrosas, temibles, míticas. Las modelos desaparecieron detrás de la percepción del pintor sobre la influencia del sexo y lo erótico, en medio de paisajes oníricos cada vez más elaborados.

Klimt se volvió aún más famoso, ya no tanto por la calidad de sus obras — que mantuvo y se hizo cada vez más desconcertante — sino por el hecho de atreverse a crear una forma de arte por completo desconocida. Viena miraba con asombro los retablos enormes, las mujeres voluptuosas, en ocasiones deformadas por la perspectiva y la construcción de una escala de valores estéticas que abrió la puerta a toda una nueva percepción sobre el arte y el tiempo interior, las infinitas variaciones de la mente y lo que la conciencia humana podía mostrar. En 1905, Klimt pinta El árbol de la vida y alcanza un nuevo nivel de virtuosismo. “Soy las ramas que se enlazan con todo lo viviente” escribió para celebrar la última pincelada. El escándalo que rodearía a las obras Filosofía, Medicina y Jurisprudencia en la Universidad de Viena estaba a punto de ocurrir, pero todavía, Klimt era famoso exclusivamente por su talento. Un estado de gracia que recordaría después con nostalgia. “Cuando solo era el dorado y la vida” escribiría en sus notas desordenadas y sin fecha.

Gustav Klimt. El árbol de la vida, 1905

La danza de las hadas doradas

Buena parte del mundo conoce la obra de Klimt a partir de su magnífica pintura El beso que pintó en 1907 y transformó por completo, su perspectiva sobre el mundo. No sólo fue una versión revolucionaria de la mujer, de la pintura y de la técnica: el tapiz dorado brillante cuyo patrón vincula tanto la intimidad como a la anatomía, se convirtieron en algo más poderoso y extraño, más sustancioso y veraz. La pintura empujó a Klimt a los límites de mito y le rodeó de un aura de héroe apoteósico y provocador. A partir de entonces y sobre todo, después del escándalo que protagonizó en el ministerio de Cultura (contado más adelante), durante el cual amenazó a los funcionarios con una escopeta para recuperar sus obras Medicina, Filosofía y Jurisprudencia, Klimt se volvió un hombre que era cada vez más cercano al ideal del héroe rebelde, capaz de escandalizar a Viena y después, a toda Europa.

Pero también era un hombre melancólico. Uno que solía quedarse en la oscuridad de su estudio, rodeado de gatos y fumando tabacos hasta el amanecer. También era el mismo hombre que se negó a reconocer con cuantas mujeres intimaba, pero que también, admitió que tuvo unos catorce hijos y a lo mejor otros tantos, pero que jamás reconoció. Esa cualidad dual, brillante luz y sombra, le acompañó durante toda su vida. Quizás por ese motivo, cuando Auguste Rodin vio por primera vez el Beethoven Frieze de Klimt (1902), se quedó impresionado por la cualidad etérea y desconcertante de una obra “tan trágica y tan divina”. Klimt por su lado, siempre se burlaría de la idea. “Todos estamos a un paso de la muerte”.

Repitió la misma frase en 1918, mientras miraba caer la lluvia en Alsergrund. La primavera había tardado en llegar y para el 12 de febrero, la ciudad entera rebosaba en vapor y un brillo radiante, mezcla del deshielo y el sol del renacimiento en flor de un pueblo rodeado de montañas. “El sol me mira” musitó. Había sufrido un infarto, después una grave neumonía y por último, la llamada gripe española. Había sobrevivido con esfuerzo, pero al final, el incansable, el escandaloso, el amante vitalista del cuerpo y de la tierra, solo tuvo fuerzas para mirar el amanecer y sonreír. Después, sufriría un derrame y no volvería a despertar. Klimt falleció el 16 de febrero, con apenas 55 años. En su estudio, había gran cantidad de obras inacabadas. Cuando uno de sus hermanos fue a revisar el estado de las mismas, los 34 gatos que por entonces había adoptado el pintor le rodearon. “Sabían que ya no volvería” diría después Erst Klimt, su hermano. Cuando regresó al día siguiente para llevar las obras a la casa familiar, todos los ojos felinos que le miraban en la oscuridad habían desaparecido en medio de los destellos de las pinturas a medio terminar.

Gustav Klimt amaba a los gatos. Gatos que corrían por encima de muebles, de las mesas repletas de pinturas y objetos de orfebrería, de los grandes bocetos que llenaban las paredes, las obras a medio terminar. Gatos que contemplaban a los visitantes con ojos misteriosos, que lanzaban zarpazos hacia las telas costosas de sus vestidos,que maullaban en un extraño coro que a muchos parecía inquietante.

El destino de Filosofía, Medicina y Jurisprudencia

“El oro te lleva a viejas tribus, antiguas y primitivas aldeas, en las que los dioses relucían bajo el sol”, escribió hacia mediados de 1894. Acaba de comenzar a pintar tres obras que estaban destinadas a formar parte de la decoración del techo del Aula Magna de la Universidad de Viena, uno de los encargos más importantes que había recibido el artista por entonces y que lo tenía en pleno “furor creativo” o así diría, mientras el estudio del pintor se llenaba de bocetos, dibujos y todo tipo de objetos para su inspiración. “Dibujaba e imaginaba hasta caer dormido y todavía en sueños, continuaba creando”, detalló en un diario sin fecha que llevaba a todas partes.

Klimt había aceptado el encargo de encarnar a las tres grandes ramas del conocimiento que se impartían en la universidad — Filosofía, Medicina y Jurisprudencia — en formas femeninas. Era una versión sobre el mundo del conocimiento que se enlazaba a cierta percepción sobre el paganismo, al poder del tiempo y la trascendencia de la memoria. No obstante, también, había una mirada sobre lo sexual que impactó y abrumó a buena parte de Viena y en especial, a su dimensión más conservadora, inquieta por una obra que, además, podía “empañar el nombre de la institución, al dejar en entredicho nuestras intenciones y la percepción de la enseñanza como perversa”.

Las pinturas que Gustav Klimt pintó para el Aula Magna de la Universidad de Viena, jamás llegaron a ser parte de la Institución. A pesar de eso, el ministerio las tomó bajo su custodia y se negó a que el pintor dispusiera de ellas. Para cuando el trío de pinturas se requirió para formar parte del pabellón de Viena en la Exposición Universal de San Luis, Missouri (EEUU) en 1904, ya había un insistente comentario sobre la necesidad de mostrar la obra de Klimt como uno de los grandes avances intelectuales del “mundo artístico contemporáneo”. Pero varios funcionarios estaban realmente preocupados por la forma en que podía reaccionar el público a una mirada “casi herética” sobre los grandes conocimientos de la civilización. Al final, el ministerio emitió un comunicado y dejó claro que “no había un motivo ni mucho menos una razón real, para devolver a Klimt obras que había vendido además, por una suma considerable que jamás había devuelto”.

Por último, ocurrió lo impensable: Klimt se presentó en el ministerio con una escopeta. Iba vestido de blanco, descalzo y con pasmosa tranquilidad, exigió ver al “encargado” de mantener “sus obras cautivas”, que dejara por escrito que los retablos le pertenecían. La policía llegó para encontrarse con un grupo de seguidores del pintor que rodeaban el ministerio y exigían que Klimt fuera reivindicado. Por último, también acudió uno de los principales clientes del pintor, el acaudalado August Lederer, que pudo atravesar el cerco policial, el de los protectores de Klimt y llegar junto al pintor. Solo entonces y luego de asegurarle que sería su “apoyo en todo lo que fuera necesario”, la situación se saldó de manera pacífica.

Lederer se comprometió a pagar las 30.000 coronas que Klimt recibió como adelanto por el trío de pinturas, mientras el pintor pudiera conservarlas. A pesar de la escopeta, el escándalo y el terror de los empleados del ministerio, la institución terminó por aceptar y además, no levantó cargos contra Klimt, con la única condición que no volviera a ocurrir un “escándalo semejante”. La policía se retiró, los seguidores de Klimt celebraron, pero el pintor sólo tuvo una frase para decir: “El arte no pertenece a nadie” y arrojó alguno de los bocetos que llevaba en los bolsillos a la multitud que le había acompañado durante las tres horas de tensa situación.

Con todo y a pesar de los esfuerzos, el destino del trío de obras terminó por ser una especie de justicia retorcida sobre la obsesión de Klimt por conservarlas y de Austria, por arrebatarlas al pintor. En 1911 Medicina y Jurisprudencia fueron compradas por Koloman Moser, amigo cercano y mecenas frecuente del pintor. De allí, Medicina pasó de comprador en comprador, hasta llegar al salón de una familia judía, que la llevó consigo durante varios intentos de escape de Europa, en pleno auge de la Alemania Nazi. Jurisprudencia y Filosofía corrieron con igual suerte. Vendidas a compradores anónimos, terminaron por recorrer el territorio austríaco, hasta caer en manos de varios líderes nazis en diferentes momentos de los últimos años de la década de los treinta. De una u otra manera, Klimt había vendido, cedido o prestado las obras durante una época convulsa y su simbología, las hizo parte de un extraño mito sobre su importancia. Finalmente, en 1938, Medicina fue confiscada por el Tercer Reich, la última del trío que continuaba en paradero desconocido. Fue encontrada entre las pertenencias de los hijos de la familia judía que la había adquirido a finales de 1911. Reunidas las obras, todas fueron trasladas en 1943 a Schloss Immendorf, un castillo al sur de Austria. La intención era preservarlas junto a cientos de obras que el régimen Nazi pensaba coleccionar para un futuro estado unificado o al menos, ser trasladadas a Berlín como botín de guerra.

Pero en mayo de 1945, las tres obras fueron destruidas cuando fuerzas alemanas prendieron en fuego el castillo, en un intento de desviar la atención de las fuerzas aliadas que les habían cercado y pensaban requisar la propiedad. Un soldado fotografió Medicina antes de quemarla y después contaría que lloró sin consuelo “mientras el mundo entero se volvía cenizas doradas”.

Aglaia Berlutti (1981) es abogada, fotógrafa y escritora. Es autora de los libros «Bruja Urbana» (FB Libros, 2019) y “Ophelia Ignota” (Taller Blanco Ediciones, 2019). Colabora para distintos medios digitales nacionales e internacionales como Hipertextual, El Nacional, El estímulo y Huffpost, entre otros. Es profesora de Autorretrato, Fotografía en Film e Historia de la fotografía en Venezuela en la Escuela Foto Arte, y editora de la revista Penumbria de México dedicada a la temática del horror. @aglaia_berlutti

Nota editorial: Este artículo es una edición especial con permiso de la autora de la trilogía de artículos sobre Klimt en Las Crónicas de los hijo de Apollo Partes I, II y III.

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