El museo diferente

por María Luz Cárdenas

Hacia el mes de junio de 2016 Sofía Imber y yo iniciamos una serie de reuniones para la realización de un ensayo que reflejase la significación y principios que orientaron la creación y desarrollo del MACCSI, con fines de publicar esos aspectos poco conocidos y sistematizados para el conocimiento de todos. Luego de varias reuniones y comunicaciones, a comienzos de febrero de 2017 ya revisábamos el resultado final. El 7 de febrero me entregó sus correcciones, con la idea de terminarlo a mi regreso de un viaje familiar y luego de la ceremonia de su Doctorado Honoris Causa en la Universidad Simón Bolívar. Sofía falleció el 20 de febrero de 2017, pero logré terminar el ensayo incluyendo sus observaciones. Lo titulamos El Museo Diferente, por las características tan propias del Museo.

Sofía Imber observa una visita guiada a un grupo de estudiantes en el museo.

Se encuentra dividido en cinco capítulos:

I. El Museo de la Nada (que atiende al proceso de su concepción y fundación)

II. El Museo como un Periódico (referido a la orientación comunicacional del Museo y sus políticas novedosas de difusión de los proyectos)

III. El Museo Impredecible (que reseña sus actividades y exposiciones)

IV. El Museo Educador (que desarrolla el enfoque educativo del Museo)

V. El Museo Inagotable (que expone el proceso de creación y desarrollo de la legendaria Colección del Museo –sus criterios, principios metodológicos y modos de funcionamiento)

A continuación, y en exclusiva para Estilo / online, presentamos un resumen del primer capítulo.

1. El Museo de la Nada

Parque Central en plena construcción.

Comenzaremos planteando la pregunta que atiende a los orígenes: ¿Qué sucedió?, ¿cuáles son los indicios que permiten entender la experiencia institucional más exitosa e importante que conocemos de la cultura en Venezuela? Porque no es que aquí se aplique aquello del lugar correcto en el momento correcto. Por el contrario: con respecto a lo del momento, no se vislumbraba la mínima necesidad de un museo de arte contemporáneo ni el público clamaba por un museo nuevo. Por ejemplo, el Museo de Bellas Artes cumplía funciones de museo de arte y, además, los inermes presupuestos para la cultura no permitían pensar en otra institución museística además de las ya existentes (Museo de Arte Moderno de Mérida, Museo de Arte Colonial, Museo de Maracay, Museo Soto, entre otros). Tampoco se trata del lugar correcto, pues cualquier museo en el mundo suele tener una sede y una colección como punto de partida y acá ni por asomo –ni edificio, ni obras. Sin embargo, aun cuando prácticamente nació de la nada y creció en un garaje, el Museo de Sofía define un antes y un después. Nos marcó a todos –a los que formamos parte del equipo de trabajo, a los artistas, a los coleccionistas, pero, sobre todo, al público que lo llegó a conocer. Quizás se deba no al momento ni al lugar, sino a la persona correcta que supo trabajar y hacernos trabajar “tercamente contra lo imposible”[1], fundando las bases de un cambio, de nuevas costumbres y senderos nunca antes transitados en la museología venezolana.

Con Roberto Rodríguez Amengual Cruz Diez y Soto, planeando el museo.

Cuando se inauguró la primera exposición, el 20 de febrero de 1974, el Museo funcionaba desde hacía unos tres años: en 1971, el presidente del Centro Simón Bolívar Gustavo Rodríguez Amengual, presentó a Sofía Imber y Carlos Rangel el Parque Central en proceso de construcción y les propuso realizar la publicidad en el programa Buenos Días. Se trataba de un proyecto polémico que, por una parte, asumía esperanzas de calidad de vida a la clase media profesional que solía vivir en las periferias (automercado, comercios, viviendas amplias) y, por otra parte, generaba rechazos en sectores políticos que lo consideraban un atentado contra la ciudad. Después de varias visitas, se estableció el acuerdo sobre la publicidad, Sofía acuñó la frase “Una nueva manera de vivir” y sugirió “abrir un espacio para las actividades culturales”. Aún sin haber decidido cuál sería el espacio apropiado ni cómo funcionaría, se planteó la idea de una Galería de Arte –más bien una Kunsthalle o Casa de las Artes– cuya dirección la llevaría la propia Sofía que no dudó en aceptar por su experiencia de casi treinta años en el mundo de las artes, la crítica y el periodismo. Sin espacio, sin Colección, el proyecto ya crecía. En 1972 la pareja se residenció en Londres (“una especie de año sabático”) y, desde allá, trabajó en la Colección. Antes del viaje, el Centro Simón Bolívar había asignado una cantidad de Bs. 232.000 (cerca de sesenta mil dólares) para invertirla en la adquisición de obras e iniciaron la creación del núcleo primero de la Colección. La cercanía de Sofía Imber con el arte y la cultura durante treinta años había transcurrido entre Europa y Venezuela, los vínculos de trabajo con Villanueva en el Proyecto de Integración de las Artes y su innegable agudeza de visión, permitían que Sofía fuese muy cercana a los artistas, coleccionistas y galeristas que no dudaron en colaborar con el proyecto. En Francia había conocido, entre otros, a Picasso, Léger, Alexander Calder, Vasarely, Poliakoff, Jean Arp, Auguste Herbin, entre otros.

Sofía Imber dirigió el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas del cual fue fundadora. Su esposo Carlos Rangel le acompañó en esa labor.

A esta experiencia se unió la fuerza mediática, la trayectoria en el periodismo y la personalidad que Sofía desplegó a través de su profesión: su sagacidad, mirada crítica, su capacidad para incomodar, pero también dar en el clavo con sus preguntas incisivas y reconocer el talento. Se asesoraron con Arturo Schwarz –coleccionista, curador notable y albacea del legado Duchamp– y éste les sugirió nombres y galerías en Italia donde a través de Gió Marconi, director del prestigioso Studio Marconi en Milán, fueron incorporadas las obras que conforman la base del núcleo fundacional de la Colección de un Museo que aún no contaba con sede propia: Valerio Adami, Stephen Buckley, Patrick Caulfield, John Latham, Pavlos, Michelangelo Pistoletto, Giacomo Spadari, Emilio Tadini, Hervé Telemaque. Sagittarius de Lucio Del Pezzo, Premio en la Bienal de Venezia, fue donada por el propio Marconi a solicitud de Sofía quien, desde entonces, cada vez que adquiría una obra, integraría otra(s) en donación para el Museo. Ya en Caracas y aún sin sede, el proceso de la futura Kunsthalle aceleró su recorrido. Rodríguez Amengual les mostró el sitio que eventualmente podría destinarse al proyecto e invitaron a Alfredo Boulton, quien sugirió la idea de un Museo en lugar de la Galería. En principio propuso un museo de arte moderno, pero luego de conversaciones optaron por el arte contemporáneo que, procuraba mayores libertades de acción e interpretación de la labor museológica. El tema de la sede tampoco preocupó de más. Sofía había asegurado que en cualquier lugar, “incluso en un garaje”, levantaría el Museo y posteriormente, el área colindante con el Hotel Anauco Hilton que se pensaba destinar a la exhibición de automóviles para la venta, se vislumbró como espacio posible. Desde entonces el Museo no se separó de la mente de Sofía Ímber y puso a su servicio toda su experiencia, dedicación y relaciones para articularlo, activarlo y darlo a conocer. Con el tiempo no sólo un garaje o una venta de autos sino estacionamientos, espacios baldíos, espacios imposibles, se incorporaron al edificio que pasó de tener tres, a tener dieciséis salas, con bóvedas acondicionadas, comedor de empleados, talleres de carpintería y restauración de obras, la primera Biblioteca Pública de Arte en Venezuela, una sala especial para invidentes, la Sala Múltiple para conferencias y conciertos, el Café del Museo, el Jardín de Esculturas y las legendarias oficinas del MACCSI. Ya en 1973, en la zona colindante a los estacionamientos del Sótano 1, se encontraban las primeras oficinas y se conformó el equipo con el primer sistema departamental (Administración, Montaje, Educación y Publicaciones).

El 20 de febrero de 1974, en la inauguración del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Asisten, entre otros, el presidente Rafael Caldera y su esposa, doña Alicia Pietri. Gustavo Rodríguez Amengual, presidente del Centro Simón Bolívar, lee unas palabras. Detrás de Sofía está Alfredo Boulton, uno de los principales animadores del novedoso proyecto.

Más que como un bloque organizativo, el Museo propuso desempeñarse como un modelo de vida, una manera de abrir nuestras relaciones con el mundo, enfocando su objetivo en la calidad y con el precepto de proporcionar una experiencia ligada a la excelencia que nos apartase de los esquemas tercermundistas que han asediado desde siempre el modo de funcionar en países como el nuestro. La creación y desarrollo del MACCSI jamás se orientó por estándares mecánicos sino por

la más absoluta convicción de que es posible mejorar al ser humano mediante la convivencia con la creación y la apreciación del arte”[2].

La orientación administrativa se enfocó en la autonomía presupuestaria y la desburocratización con respecto al centralismo y las dependencias a cualquier tipo de oficialismo o esquema gobiernero:

el museo que yo estaba haciendo”, dice Sofía, “no dependería del Estado venezolano sino que iba a autofinanciarse”[3]. Los procesos se desarrollaron de manera orgánica y racional, gradual y sin estancos, pero siempre vinculada a las exigencias de fortalecimiento del contexto sociocultural venezolano: “las nuevas generaciones imponían demandas que las estructuras ya existentes no podían satisfacer. El museo debía llenar un vacío y nacía prácticamente en el vacío: con espacios físicos reducidos que originalmente habían sido concebidos para estacionamientos y no como salas de exposición; sin colección y con un escaso presupuesto que debía ser aprovechado al máximo y ser administrado con rigurosos criterios que permitieran su rendimiento. Si tuviésemos que buscar alguna definición de lo que en aquel momento se producía, diría que el MACCSI nació de lo imposible a lo posible, de lo pequeño hacia lo grande, de abajo hacia la superficie: poco a poco transformamos espacios intransformables, poco a poco se cumplía la promesa y el desafío de construir un museo de primer nivel en condiciones aparentemente adversas. Eran espacios no pensados, que crecieron por necesidad: por necesidad se creó la Biblioteca, el Departamento Audiovisual, de abajo hacia arriba, no impuesto por organigramas sino por las necesidades de un país”[4].

Este precedente nada fácil de llevar a cabo fue importantísimo para el funcionamiento de las artes y la cultura y con el tiempo fue imitado por otras instituciones, pero la tenacidad y entrega de Sofía a la hora de obtener fondos para el Museo, jamás ha podido copiarse. Lo importante era mostrar resultados que comprobasen el modelo institucional y funcional que se intentaba arraigar: “Un día”, señala Sofía, “llegó a visitarme mi amigo Luis Ugueto, el ministro de hacienda de aquel entonces, y se asombra: “¿cómo organizaste esto?”. Quedó tan bien impresionado que al día siguiente mandó a alguien del Banco Central para que viera cómo en tan poco tiempo un pequeño proyecto, casi sin dinero se había convertido en una organización cada vez más funcional y en expansión”[5].

El día de la inauguración definió la manera como sería en adelante la relación del público con el Museo: concurrido por sus magníficas exposiciones y actividades y con un amplio margen de visitantes que incluía desde dos presidentes en ejercicio –uno electo y otro en ejercicio, que evitaron encontrarse frente a frente[6]– hasta los vecinos de la zona que adoptaron las salas como parte de la vida habitual. A las piezas adquiridas en Europa se sumaron las de Marisol, Cornelis Zitman, las Cuerdas de Gego en el espacio exterior de la entrada y los tres murales (Amsterdam, Signals y Progresión Caracas) de Jesús Soto integrados a la arquitectura. Ellas estructuraron el capítulo inicial de la Colección y conformaron la primera muestra. Además, se exhibió por primera vez en Venezuela la Colección de Cubismo y Tendencias Afines, cedida en préstamo por el coleccionista Pedro Vallenilla Echeverría formada por pinturas, esculturas y collages de Georges Braque, Picasso, Léger, Juan Gris, Lipchitz, Herbin, Duchamp, Malevich, entre otros. La tercera exposición, Veinte Contemporáneos, se estructuró con obras de Francis Bacon, Larry Rivers, Mark Rothko, Jackson Pollock, Clyfford Still y Oskar Kokoschka provenientes de la Galería Marlborough de Nueva York. A todos nos impactó, nos hizo rebotar hacia el mundo desconocido claro y distinto de lo contemporáneo, de la nitidez en los montajes, de la luminosidad de las salas, del espacio doble altura que se abría a las zonas de recreo de Parque Central con el ícono de la escalera caracol, de la eficiencia discursiva de una institución, de lo impecable en todos los aspectos…

Vistas de las salas durante la exposición inaugural.

El Museo se instauró como ejemplo de lo posible en Venezuela –y lo hizo desde el primer día. La sola idea de poder ver a Rothko o a Francis Bacon en directo, estremecía. Igual sucedía con la Colección Vallenilla: un pequeñísimo dibujo de Pablo Picasso realizado en 1913 como boceto de la conocidísima pintura Mujer en un sillón; collages de Braque, Kurt Schwitters; la Maleta de Duchamp –una obra que podría ser considerada como el museo portátil de su trabajo. La Colección Vallenilla permitía adentrarnos a los problemas del Cubismo de una manera como antes no habíamos visto en el país. Durante los tres años siguientes, sucedieron las exposiciones de Red Grooms, Lucio Fontana, Arte en Video, Todo el Museo para Zapata, las Páginas Amarillas de Richard Smith, Las Esculturas Cibernéticas de Tsai, el Taller de Grabado Venezolano, Fernando Botero, el Taller de Cerámica Venezolana, los Novísimos Colombianos, Francisco Narváez, los Creadores al Margen, Diez grandes fotógrafos, Gego, Víctor Vasarely, Francis Bacon, Alirio Rodríguez, Auguste Herbin. Ya a finales de 1978 el Museo se encontraba afianzado. A los seiscientos metros cuadrados que medían las Salas Principales, se añadió la Sala Anexa en el Sótano 1 para artistas experimentales. El Museo crecía, creaba polémicas, nos mostraba exposiciones que jamás habríamos concebido en “museo de arte”, la asistencia de público era abrumadora; desbordaba. Durante una semana se llevó a cabo un Concierto de Salsa bajo la curaduría de Domingo Álvarez y nadie podía creer que una expresión tan popular de la música tuviese cabida dentro del concepto de lo contemporáneo. Lo mismo sucedió con las conferencias y los recitales de cuatro y de poesía en el marco de la exposición de Pedro León Zapata. El país entero se apropió del Museo. Desde las regiones se acercaban familias muy temprano –casi de madrugada y antes de abrir las salas–, que venían especialmente a ver las exposiciones y disfrutar las actividades.

Exposición de Víctor Vasarely. Con Gego y Simón Alberto Consalvi.

Por supuesto, que el Museo de Bellas Artes bajo la dirección de Miguel Arroyo y los maravillosos edificios de Carlos Raúl Villanueva cumplía con eficiencia la labor de acercamiento a los problemas del arte con una Colección histórica y organizada por períodos y estilos. Su irreprochable museografía contribuyó a la educación visual y desarrollo del gusto e intereses por el arte en sus manifestaciones clásicas como la colección arte egipcio, los grabados de Goya, Piranesi, Durero…, la colección de arte venezolano y la de artistas claves del siglo XX como Alexander Calder, Warhol o Louise Nevelson. Pero aquí estábamos en presencia de otro tipo de procesos que no habían sido experimentados en Venezuela ni tampoco fueron repetibles: las salas mostraban una transparencia y luminosidad que tocaba nuestra vista por primera vez, cada obra vivía por sí misma y permitía un contacto que casi no requería mediaciones. Resplandecían. Estábamos ante un museo diferente. Directo en su comunicación. A contracorriente. Sofía Imber jamás había temido a ser diferente y una de sus frases de vida pertenece a Bertrand Russell cuando advierte no tener miedo a “pertenecer a una minoría”. Por eso las polémicas que sistemáticamente surgían con cada nuevo proyecto eran abordadas como una situación enriquecedora para el debate de las ideas. Como periodista, había dedicado su existencia a la cultura, la libertad y la defensa a disentir. Con el tiempo, el Museo se convirtió en uno de los frentes organizativos de mayor arraigo en la cultura y la experiencia cotidiana del venezolano.

Distintas vistas de sala del Museo.

El planteamiento institucional del museo se vincula con un proyecto de país por cuya construcción Sofía había luchado durante toda su vida: el ejercicio de la cultura del trabajo –lo cual incluye la desburocratización de las actividades– y la defensa de la democracia como sistema único que garantiza las libertades y el progreso. Esto suponía cambios radicales para la expansión de la educación y la creación como mecanismos de transformación del individuo, así como en la conceptualización de formas múltiples y pluralistas de asociación social y participación. Se trata del modelo de sociedad moderna que en Venezuela se implantaba desde 1958 con la instauración del sistema democrático en la vida social y política. A ello, Sofía y Carlos añadieron un sistema de valores que engranaban en el funcionamiento de la institución. Ninguno de los dos estuvo vinculado con la militancia de los partidos, ni mostraron filiaciones partidistas. Los encargados de aprobar presupuestos apoyaron al Museo por la obra demostrada y evaluada, jamás por influencias, por la práctica del “lobby” o la adulación al gobernante de turno. Durante su desarrollo, no tuvo una situación fácil en medio de la caída continua de los indicadores económicos y sociales, y en un país que pasó, de ser fuente de mejoras y generador de expectativas de futuro, a convertirse en un territorio de pocas perspectivas de progreso y empobrecimiento gradual. Asediaba el fantasma de un estilo ajeno a aquella “nueva manera de vivir” donde, en lugar de acercar los bordes de la brecha social, ésta se profundizaba con el efecto subsiguiente de la exclusión. Una mente lúcida como la de Carlos Rangel no estaba ajena al problema que se desarrollaba y se avecinaba en Venezuela; sus declaraciones diarias, ensayos y libros lo demuestran. Por eso se orientaron, no hacia ese país, sino hacia un país posible, la Venezuela Posible, como lo nombró Sofía.

Vista de sala, Maccsi.

Vista de sala, y una de las bóvedas de almacenaje.

Una de las principales premisas que orientó la labor de Sofía fue la conciencia de las libertades y defensa de la democracia. La familia Imber –rusa de origen– había sido acogida generosamente en Venezuela, huyendo de la dictadura y la persecución de las guerras europea, y siempre reconoció la deuda de gratitud: todo lo que realizó en Venezuela, se debía a la existencia de un Sistema Democrático. Durante los años en democracia, el Museo tuvo un apoyo irrestricto de los sucesivos gobiernos que mantuvieron confianza y reconocimiento de la labor institucional. En 1976, Carlos y Sofía fueron convocados por Luis Teófilo Núñez de El Universal para encargarse de las Páginas Culturales y, desde allí, reforzaban la importancia de la cultura como mecanismo de transformación, la libertad de pensamiento y de expresión. En el Museo jamás se impuso algún credo político o religioso, jamás se aplicó algún tipo de censura. Las únicas demandas fueron el trabajo y la excelencia. La cultura del trabajo fue asumida como compromiso de vida, como una eficiente manera de movernos por el mundo y no como un acuerdo salarial o burocrático. Sin horarios, con una extraordinaria capacidad, con la firmeza de construir espacios para la creación de un país posible. Allí no había contemplaciones. El museo a veces funcionaba como una aplanadora para quienes no se adaptaban a esa especie de pacto inquebrantable con el trabajo como condición existencial, sin horas de salida, sin llegar a pensar que algún proyecto pudiese no llegar a salir o a salir con errores, sin excusas, sin permisos ni reposos. El ejemplo lo daba la propia Sofía que no conocía enfermedades ni dolores; que el viernes 14 de enero de 1988 en horas de la tarde, de regreso del entierro de Carlos Rangel, apareció por la puerta de su oficina y nos dijo: “bueno, vamos a trabajar”. Y también el Museo se consolidó en sus valores como una experiencia integral: era el hogar, la familia. Un ensayo del escritor e intelectual Julio Ortega señala con precisión esta experiencia en un ensayo publicado por la Revista Estilo en 1996: “El MACCSI”, dijo, “tiene vocación hogareña: uno reconoce sus rituales de hospitalidad. Está hecho no meramente para exhibir sus tesoros sino para albergarlos en nuestra visita: no es un templo ceremonioso sino un fácil umbral. Por eso, sostenemos relaciones personales con sus monumentos de intimidad. Como a los niños el gran gato de Botero, nos retiene el placer de una complicidad propicia. Todo ello, junto con su absolutamente inusitada, admirable, inagotable y radical capacidad de trabajo, con su dignidad y fortaleza, con su ejemplo como persona y amor por Venezuela, son las más invalorables lecciones, que el país ha recibido de Sofía”[7]. Trabajar en el Museo nos removió la existencia, nuestra forma de vida y nuestra vocación de servicio. En el Museo, crecimos como personas, como seres humanos y no como simples burócratas. Bajo el espíritu de formación de una Institución dirigida a la excelencia nos desarrollamos como ciudadanos. La relación con el trabajo no estuvo marcada por las funciones administrativas o el cargo ocupado, sino por ese compromiso con la existencia en sus niveles más profundos. Creado de la nada, y, en pocos años, ese museo diferente cambió la historia venezolana.

Cuando el museo recibe el nombre de Sofía Ímber, con el presidente de la república de aquel entonces Carlos Andrés Pérez.

[1] ARROYO, Diego. La Señora Imber. Prólogo de Boris Izaguirre Editorial Planeta, Caracas, 2016, pág. 101

[2] 25 años del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, Editado con motivo de los 25 años de creación del Museo. Ediciones Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, 1997. Presentación, pág.8

[3] ARROYO, Diego. La Señora Imber. Prólogo de Boris Izaguirre Editorial Planeta, Caracas, 2016, pág. 210

[4] 25 años del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, editado con motivo de los 25 años de creación del Museo. Ediciones Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, 1997. Presentación, pág.8

[5] MACHADO, Arlette Mil Sofía, Editorial Libros Marcados, Caracas, 2012

[6] “Carlos Andrés Pérez había ganado las elecciones presidenciales en diciembre del 73 pero no había asumido todavía. Caldera se mantenía en el cargo. Eran los meses de la transición de mando. Como los dos estaban invitados, para evitar cruzarse y que hubiera un “conflicto de intereses”, hasta que uno no se fue el otro no entró a conocer el museo. Cada cual quería tener su propio espacio, y es comprensible” (ARROYO, Diego. La Señora Imber. Prólogo de Boris Izaguirre Editorial Planeta, Caracas, 2016, pág. 208)

[7] Ortega Julio: “Suma de visitas al MACCSI”. Revista Estilo, #23, Caracas, Abril 1995, pág.30.

María Luz Cárdenas es investigadora con 37 años en el ámbito de la curaduría de arte contemporáneo en los principales museos de Venezuela. Fue directora del Departamento de Investigación y Curaduría del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber (1978/2001), directora de la Galería de Arte Nacional (2002/2003) y directora del Museo de Bellas Artes (2003/2008). Desde 2008 es profesora de Arte Contemporáneo en la Universidad Metropolitana y profesora de la Cátedra de Museología III en el Posgrado de Museología de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela (2003/2005 y 2017-Actualidad). Lleva proyectos de investigación en la Galería Freites de Caracas y tiene dos libros de ensayos sobre arte. Es experta en curaduría de exposiciones, investigaciones, conferencias y ensayos sobre arte y en gerencia de instituciones museísticas.

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Foto del periodista Diego Arroyo Gil.