Especial 1: Roberto Obregón en singular

por Ariel Jiménez

Si Roberto Obregón (Barranquilla, 1946 – Tarma, 2003) es uno de los artistas mayores del último cuarto del siglo XX en Venezuela y América Latina, se debe no solamente a la potencia estética de sus obras (que la tiene), sino también y especialmente por haber introducido y “trabajado” en ellas una serie de nociones e inquietudes que marcan la vida de todo ser consciente en los albores de este nuevo siglo, entre ellas:

La importancia crucial y constante que le otorga a la singularidad de todo individuo. El hecho de que todo ser vivo en el universo es un organismo irrepetible, que no podría ser reducido a una norma común (sea esta política, sexual o racial), lo que tiene por supuesto enromes implicaciones políticas, sociales y culturales, en el seno de las naciones multiculturales del presente.

Luego, por haberle acordado a la dimensión autobiográfica un peso decisivo en sus procesos, incluso si estos elementos biográficos se encuentran a menudo cifrados hasta el punto de hacerse casi ilegibles. De la fuerza que cobraría en adelante esta exposición pública del universo privado (esencialmente en sus Niágaras), es mucho lo que nos dicen las redes sociales de hoy, además de la moda de los selfies.  En un plano más general, podría decirse que esa manera de construir una obra a partir, entre otras, de variables e inquietudes absolutamente personales, se opone también a la voluntad universalizante de numerosos movimientos modernos, poco sensibles a lo singular.

Roberto Obregón, sin fecha. Polaroid. 10,7 x 8,9 cm.
Reproducción fotográfica por Isabela Eseverri.

Otro aspecto, central en su trabajo, y de los más potentes gestos críticos de una cierta miopía moderna (nunca de lo moderno en general, como lo pretende una crítica superficial y vacía) es el acento que pone sobre la fragilidad de la vida humana, y de la vida en general, abordando por ejemplo la epidemia del AIDS, y haciéndolo a través de uno de los símbolos de belleza más efímeros que existan: la rosa. Como símbolo, por lo demás, la considerable estratificación semántica de la flor (atributo de Afrodita y de Venus para griegos y romanos, metáfora del sexo femenino, símbolo de amor y de pasión, emblema de la Virgen, de los rosacruces y masones, etapa alquímica, morada de los beatos, cifra de la eternidad) le ofrece una ocasión excepcional para poner en juego uno de los ejes centrales del pensamiento contemporáneo; esto es, la conciencia cada vez más clara de que nada nos es accesible de manera directa y pura, que eso que llamamos nuestra realidad es ante todo un constructo cultural, producido y mediado por el lenguaje, que nunca podemos poner de lado.

Con estas rápidas observaciones, se hace ya patente que la suya es una obra donde cada decisión formal y técnica lleva consigo implícita, como impregnada en el cuerpo material de la obra, una dimensión intelectual –conceptual– que la aleja irremediablemente del formalismo dominante en el medio artístico venezolano de su tiempo y, quizás más aún, del presente.

Su producción, relativamente escasa, se desarrolla por series recurrentes, la mayoría de ellas formuladas en los tempranos años setenta, y luego trabajadas de formas distintas, hasta su muerte en el 2003. Tras un período inicial de aproximadamente una década (1962-1974) donde aborda sus inquietudes personales en torno al sexo, y en particular al abuso de la mujer por parte de hombres inescrupulosos, Obregón se centra en la serialidad como recurso discursivo, y en la rosa como símbolo universal de fragilidad y belleza. Sus series más significativas son las Crónicas, las Disecciones, Proyecto Masada y las Niágaras.

Crónicas

En esta serie, Obregón retoma un conjunto temas clásicos en el arte occidental (el paisaje, el retrato, los florilegios y los bodegones) para trabajarlos a partir del recurso típicamente moderno de la serialidad, tal y como puede observarse en el Monet de las Catedrales de Ruan y en las cronofotografías de Muybridge. Solo que, al hibridar ambas referencias históricas (tomando de Muybridge la idea de abordar sus temas a través de secuencias fotográficas, y de Monet una asistematicidad ajena al primero), consigue una curiosa estructura que, teniendo la apariencia de series absolutamente regulares, incluyen no obstante el accidente y lo singular. No hay pues allí, negación radical de los lenguajes modernos, pero sí una clara moderación de sus objetivos de control y dominio de lo real.

Disecciones

Tan pronto como, hacia 1974-75, Obregón decide emplear la disección de una rosa como herramienta básica de lenguaje, la gran mayoría de su producción se dedica a explorar, y explotar, su rica estratificación simbólica. Así, cuando busca poner en juego su idea de un tiempo cíclico, no solo enumera los pétalos al derecho y al revés, sino que además los organiza en triángulos (referencia directa a la alquimia), los asocia a los símbolos presocráticos de los cuatro elementos, recurre a un imaginario milenario –ese que en Heráclito lo asimila a la corriente de un río– y, por último, acude a esquemas científicos contemporáneos, el llamado ciclo hidrológico. Lo hace, pues, deshojando una a una las capas conceptuales desde las cuales pensamos el tiempo. Cuando, por el contrario, se centra en la noción del accidente, dispone los pétalos en secuencias regulares, en una sucesión de columnas y filas. Y allí, en medio de esas rigurosas seguidillas, de repente se pierde alguno de sus pétalos, o su numeración se disloca, generando una discontinuidad inesperada e inexplicable que emplea luego para abordar los más diversas preocupaciones, como la fragilidad de la vida, la enfermedad y la muerte, la singularidad de todo individuo. Sus disecciones son, así, una verdadera herramienta de lenguaje, no la simple organización formal de sus pétalos.

El proyecto Masada

Se trata de una serie en la que, según sus propias palabras, intenta sublimar uno de los grandes dramas humanos: el suicidio individual o colectivo. Él que, desde su adolescencia sufre una polaridad de tipo I, y que por eso mismo se vio siempre asediado por la tentación del suicidio, sintió un choque inmenso cuando se enteró por la prensa de la masacre de Guyana, en la que 914 adeptos de la secta El templo del pueblo, fundada por el pastor norteamericano Jim Jones, se suicidan, en diciembre de 1978, ingiriendo una mezcla de jugo y cianuro. De inmediato se pone a trabajar en el tema, y un año más tarde expone sus resultados en la muestra titulada Dos homicidios sintéticos. Luego abandona el tema hasta que, en 1984-85, lo retoma bajo una forma completamente distinta. Entonces trabaja la idea del suicidio colectivo echando mano de la disección de varias rosas, cuyos pétalos son recortados en negativo sobre una superficie de caucho negro. A ese cuadrado donde los pétalos resaltan en negativo, le opone otro cuadrado de caucho negro, pero virgen, siguiendo en ello el ejemplo que le ofrece Andy Warhol en su serie de los Accidentes. El resultado es una serie de gran sobriedad estética, al borde de lo abstracto, pero donde cada decisión reenvía a estratos de sentido, a la vez autobiográficos y estéticos, de considerable densidad.

Niágara

Una primera aproximación nos permite ver en esta serie una suerte de conversación simbólica entre diversos interlocutores. En general él y una persona a la que lo unían fuertes vínculos afectivos, pero también protagonistas pop del cine y la canción, o de las artes plásticas. Se trata pues de una experiencia orientada a poner en juego su entorno afectivo, los lazos que lo atan a un puñado de seres humanos.

En Niágara pretendo retratar algunos fantasmas de la vida estrictamente personal y otros de la cultura masiva, mezclados y todos a un mismo nivel, sin categorías.

Extracto de sus notas. Archivo Roberto Obregón, Colección C&FE Caracas, c. 1993.

Y este encuentro imaginario se da a dos niveles distintos. Compartiendo por una parte la disección de una rosa específica, y luego desplegando el entramado de signos que, en la cultura popular y desde una remota antigüedad, definen el perfil de un individuo: la astrología, el Tarot, el I-Ching, la alquimia, enmarcados por los símbolos presocráticos de los cuatro elementos; esos precisamente de cuya combinación se engendraba el mundo para los filósofos de la Grecia antigua.

El título proviene de una película de Marilyn Monroe, ese prototipo de belleza femenina que siempre admiró. La versión en inglés se tituló Niagara (1954), porque la escena se produce a los bordes del río y de sus impresionantes cataratas. Son piezas que, tras su aparente sencillez, detectan y anuncian profundas fluctuaciones de la sensibilidad contemporánea. Baste, quizás, hacer referencia a la inmensa extensión que han cobrado las redes sociales en las que, como en Facebook, nos complacemos en darle dimensión pública a nuestra vida privada, para entrever el considerable interés de esta serie, y la función que puede ser la suya en el universo del arte contemporáneo.

Ariel Jiménez es historiador y curador de arte moderno y contemporáneo. Estudió Historia del arte y arqueología en la Universidad de la Sorbona,  París (DEA 1983). Ha sido curador de numerosas exposiciones en instituciones públicas y privadas de Venezuela, América Latina y Estados Unidos. Fue Director del Departamento de Educación en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (1984-86), Director General de la sala de exposiciones de la Fundación Eugenio Mendoza en Caracas (1989-1997), Curador en jefe de la Colección Patricia Phelps de Cisneros (1997-2011) y Director del Museo de arte moderno Jesús Soto de Ciudad Bolívar (2004-2006). Actualmente trabaja como Curador independiente.

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La obra de Roberto Obregón fue portada de la revista Estilo en su edición 31, del año 1997, y fue tan emblemática en su momento que a manera de homenaje la estamos usando como ícono de nuestra nueva ESTILO/online. En la edición impresa del 97, Sonia Casanova, le hizo una entrevista a Obregón, El hombre de la rosa, que reprodujo el portal de arte Tráfico Visual en el 2018. También se puede leer en línea en ESTILO 31 en pdf.