Magritte

por Karl Krispin

Un hombre pálido y sin rostro a quien el paño negro de su traje le incrimina su gravedad se entrega a la ubicuidad del espejo para verse y repetirse. Algo inexplicable ha debido ocurrir ese día porque su reflejo no lo delata sino abjura de él y lo condena a la imposibilidad de un encuentro con su imagen que huye de sí misma. La identidad ha desaparecido y queremos explicarnos la abolición de la conciencia o el anuncio de que una nueva fija su domicilio entre las mentes. ¿Es posible esta desaparición? ¿Es viable la escapatoria? ¿Cómo se manifiesta esta circunstancia? ¿Existía soterradamente? ¿Es una invención o una interpretación? ¿Cuál es el sentido de lo que percibimos en la vigilia o en el sueño? ¿Existimos de qué modo? ¿Qué son los sueños? ¿Anticipaciones de un mundo precedente, que vamos descubriendo sin poder razonarlo? Se trata de una realidad por debajo de la realidad, nunca por encima. Hay que solicitarla, descender al Hades, o al sótano de lo que somos donde archivamos la molestia, el desasosiego, la emoción o el miedo. Escaleras abajo, en el interior de nosotros, habitan viejos vestigios, sombras abigarradas de lo que somos y vienen con el lenguaje que hemos creado en esa oscuridad pero que dejamos encerrado para que no nos descubran ni siquiera a través del ojo de la cerradura. El cuadro a que me refiero se llama La reproducción prohibida o El retrato del señor James. Cuelga en la fundación Edward James en West Sussex, Inglaterra, y arrastra una fecha que evidencia su composición: 1937, cuando el belga René Magritte (1898-1967) quizá también se asomó a su reflejo y miró lo que nunca había imaginado.

René Magritte. La reproducción prohibida, 1937.

El surrealismo, corriente a la cual ayuda a remar el artista, surgirá en el período de entreguerras cuando el mundo parece haber perdido la razón y nadie apuesta del todo por un racionalismo convincente. Para algunos es una época de licencias sensuales, de lujos táctiles, de una moral con escasas provisiones: es la era también del desplome de la bolsa de Nueva York, de la gran inflación en Alemania, del precario reajuste territorial de Europa y la paz imposible impuesta en Versalles, de la gestación de los totalitarismos, primero en la Rusia Soviética, y luego en Italia y Alemania. Hay una amenaza cernida, un vaivén que flota en el aire y que promete venganza que va a detonar en la acera misma de la historia de un modo súbito. Las buenas noticias escasean y apenas los poetas, los artistas y los escritores han decidido asumir el imperioso veneno de un estallido de arte que rompe con todo, como si se tratara de una urgencia para sobrevivir a los tiempos que corren. Se trata de una palabra sonora e incompleta: las vanguardias. La palabra surrealismo fue acuñada por el poeta Guillaume Apollinaire, y se refiere a la capacidad de que la obra de arte trascendiera lo real y lo racional buscando integrar lo onírico y lo inconsciente. La gran exaltación del surrealismo es la libertad[1]. El gran oficiante y sacerdote mundano del movimiento, André Breton, desarrollaría y le daría forma a la corriente, aunque sería más que lícito preguntarse cómo un movimiento de absoluta libertad creativa podía tener una enunciación taxativa y hasta dogmática de su definición, como se empeñó Breton con sus preceptivas. Resulta curioso y hasta reprochable que Breton escriba sus Manifiestos del Surrealismo en primera persona legitimando que su postura personalísima define el movimiento que parece ajustársele como un modelo prêt-à-porter que ufana su talla[2], aunque también sería conducente afirmar que Breton llevaba su capellanía libertaria hacia una elevación sin detenimiento. De hecho, la imaginación era para Breton una ontología, un modo de ser, y no podía tener límites, aunque traspasara el umbral hasta llegar a la insania[3].  

Una de las grandes conexiones del surrealismo con el modo de hacer arte fue la famosa escritura automática que le solicita al proceso creador no detenerse ante la alcabala de los prejuicios o lo racional, sino que pide que la creación se emparente al mundo de los sueños y lo irreal y que pueda incorporar todo lo inimaginable a la obra de arte sin importar su verosimilitud, moral, lógica, relación con lo real, patrón estético o formalidad alguna. Esa fluidez de la creación imparable, impensada y sin barreras era una aspiración mayor de ese proceso liberador al que aspiraban Breton y los suyos e implicaba, sin más, la ruptura con la guiatura racional en el canon creativo y la construcción de una autonomía redimida del viejo orden cartesiano en la que existirá un tránsito comunicado y recurrente entre la vigilia y el sueño como correlatos dialécticos de ese mundo artístico que está emergiendo. Sin embargo, ese automatismo escritural no pasó de ser una quimera en cuanto a que la gestación de un proceso de incoherencia tendía a la ruptura por la ruptura, y a favorecer lo irracional por lo irracional. Probablemente en la obra pictórica podía tener esta intención alguna sujeción traicionada además por la estética, y al mismísimo Magritte nos remitimos, al igual que en el planteamiento cinematográfico, como puede ser el filme Un perro andaluz o todos los contenidos deliciosamente surrealistas del cine buñueliano (recuerdo los cerdos que coronan y finalizan El ángel exterminador). Pero en la obra literaria la incoherencia suele envilecer el relato y le hace perder su unidad. Breton apenas logra estos cometidos en Pez soluble, un hueso más que duro de roer[4].

Existen dos clases de surrealismo: el surrealismo bretoniano y el de sus feligreses emparentado con el dadaísmo y luego formulado por Breton en sus manifiestos y en la conformación de una vanguardia cultural que parte de París como centro de irradiación en ese período de entreguerras. El segundo es el surrealismo histórico que descubrimos a partir del anterior surrealismo y que nos lleva a reconocer los antecedentes del surrealismo. En este sentido, nos resultan parte de la pandilla un Arcimboldo, Goya en la Quinta del Sordo, El Bosco, Caspar David Friedrich, Lautreamont, Cervantes, Homero, algunos motivos de los prerrafaelitas, Mathias Grünewald o hasta el mismísimo Dante Alighieri. La historia del arte y la civilización están jalonadas de etiquetas inexactas, pero en el caso del surrealismo sus artífices quisieron que se llamara inequívocamente así. Consideramos a Magritte un pintor surrealista, pero si le hubiésemos preguntado si lo era, tal vez habría contestado que eso no era surrealismo como acota la investigadora chilena Martha Mensa[5], jugando con la frase y la postura del famoso cuadro La traición de las imágenes, que descree de la realidad y la cuestiona. Mensa señala que si bien Magritte era un surrealista, lo era a su estilo, desde la perspectiva belga, además del hecho de que hasta rompió con Breton, como muchos otros. En 1929, Magritte pinta el cuadro conocido igualmente como Esto no es una pipa, cuyo contexto y motivo repitió en otras composiciones. La propuesta es aparentemente simple[6] pero encierra una compleja distinción que objeta la capacidad de aprehensión de la realidad, la existencia misma del motivo pictórico, el engaño de la obra de arte desde la perspectiva de su ejecutante y de quien la contempla, el humor ante lo que vemos, la pregunta y la respuesta, la categorización de lo que oponemos, la vulnerabilidad de lo ontológico, el ser o el no ser. Son tan variados los entresijos de esta interrogante (en forma de conclusión) que Michel Foucault le ha dedicado un ensayo entero a esta obra y sus costados ocultos cuya primera versión es de 1926, apenas dos años después de la aparición de los manifiestos bretonianos. En la obra hay dos pipas:  una en un plano superior, la pipa que flota, la pipa elevada, la idea de una pipa[7] (por cierto, ninguna despide humo; no sabemos que contendrán, si tabaco o el codiciado opio de Jean Cocteau). Debajo de la pipa mayor -lo decimos así sólo por razones prácticas- en aparente subordinación está un caballete sobre el que cuelga un dibujo de una pipa con la inscripción “Esto no es una pipa”. Estas dos pipas enfrentadas, esta polémica por resolver esconde un planteamiento de verdad, o una integración entre lo innegable y la alucinación, como aspira Magritte del mismo modo como el surrealismo quiso totalizar la conciencia y el inconsciente como un camino simultáneamente recorrido. Foucault también sentencia que Magritte ha ideado una diablura cuyo resultado simple termina encubriendo, y que lo hace muy bien visto el desconcierto que promueve. Que en el fondo no se trata más que de una tautología lograda por la figura y el concepto, que es la vieja discusión de los lingüistas[8] entre significante y significado y de si la voz en sí que nombra una palabra incluye su explicación. Anota Foucault en su fascinante ensayo una conclusión de índole poética e inasible para dar con las claves de este acertijo magrittiano: “Detrás de ese dibujo y esas palabras, y antes de que una mano haya escrito lo que sea, antes de que hayan sido formados el dibujo del cuadro y en él el dibujo de la pipa, antes de que allá arriba haya surgido esa gruesa pipa flotante, es necesario suponer, creo, que había sido formado un caligrama y luego descompuesto. Ahí están la constatación de sus fracasos y sus restos irónicos.[9]

René Magritte. Condición humana, 1933.

Uno de mis cuadros preferidos de Magritte es la Condición humana I (1933) en que se ve un lienzo que reproduce el paisaje exterior a través de la ventana guarecida por un cortinaje. Desde una habitación se observa el exterior fuera de la casa y que anuncia el ventanal, pero como elemento intermedio está el lienzo sobre el caballete (el caballete siempre es un lugar de paso y referencia en la pintura de Magritte) cuyo tema pintado coincide irrefutablemente con lo que está fuera asegurando una simetría y un orden sólo alterado por el borde del tachonado del bastidor. Hay seguramente una continuidad, una afinidad entre lo imaginado y lo real y tal vez ello sea la clave del entendimiento de la condición humana en la que cabe lo presente y lo ausente, la ambigüedad entre ser y parecer, la concordancia entre permanecer y figurar. De igual forma, la obra nos invita a no agotar la mirada, a maravillarnos con la proyección de su extensión inagotable, probable y seguramente sostenida por el hecho de lo que somos puertas adentro y puertas afuera. Esta es la lucha y el encuentro de los elementos contenidos que informan la obra de Magritte: lo estático y lo dinámico, lo interno y el exterior, cuyas fronteras son apenas hitos visibles, un borde, un sostenedor, pero que se recomponen con toda la mezcla de nuestro ojo que desbarata el embaucamiento, la trampa[10] aparente y la fusiona en un todo.

René Magritte. El modelo rojo, 1935.
René Magritte. La juventud ilustrada, 1937.

Otros cuadros de atención del pintor son El modelo rojo (1936, The Edward James Foundation) y La juventud ilustrada (1937, The Edward James Foundation). En el primero hay dos botas en forma de pie sobre un piso de tierra contiguo a una pared de tablones de madera. En la tierra apenas se deduce la sombra que proyectan las botas. Hay un jirón del recorte de un periódico en el que destaca un atleta en plena faena; frente a los restos de pie hay un cabo de cigarrillo, un par de cerillas de madera usadas, y unas monedas en el piso, una de las cuales luce desmembrada. La estampa coincide con la desolación, el hombre convertido en pies mutilados, y metabolizado en un inútil calzado. Los pies parecen aún vivos por una vena brotada del izquierdo; el trampantojo es más que nunca hacia el espíritu porque el cuerpo ha sido cercenado de sus pies. La amputación nos deja detenidos y sin poder avanzar rendidos ante unas monedas que no pueden ni siquiera recogerse. La juventud ilustrada es uno de los trabajos más surrealistas del belga. Un camino en medio del descampado ha sido llenado con figuras alegóricas: un barril, una estatua clásica sin cabeza, brazos ni piernas, un león de esos que reproducen las plazas o las entradas monumentales, una mesa de billar con sus tacos y bolas, una tuba, un espejo, una bicicleta, un sillón, y así infinitamente en un recorrido que parece no tener fin. Podría ser la vereda del sueño o el espejismo, o de lo que meditamos a medida que transitamos por él. Contiene todos los elementos del ensueño y la fantasía en el recorrido por la ilusión o el desvarío.

El pintor fue pródigo, dejó una obra prolija y numerosa. Hay muchos cuadros para que la admiración y el dilema no nos dejen de persuadir, porque cuando estamos frente a su obra no cabe la posibilidad de verla y permanecer en el contenido estético. Se ha dicho con reiteración que toda estética debería conseguir una ética y es lo que Magritte realiza al imposibilitar la vista rápida, satisfactoria, que se emparente únicamente con la belleza. Magritte nos impone, querámoslo o no, sea o no sea, a mirar de frente sus contradicciones y que las comparemos con las nuestras. Magritte no demuele la realidad, la integra con lo que llevamos sin exhibir. Su arte construye y propone sin alterar la forma. No derrumba lo que le rodea, sino que atesorando lo que le circunda le hace un guiño, y pone en aprietos a todo lo establecido desde el mismo punto de vista que presenta, y que el pintor altera, abjura y contradice. Jamás rinde homenaje a la fealdad que tanto prohijaron las vanguardias. Magritte no se obliga a la atomización de los componentes. No, reuniéndolos con una condescendencia que embellece aún más es que realiza la gran representación del dilema. Evitó extraviarse en la abstracción: logró que la mirada se residenciara en el fondo oculto de la ubicuidad, en la ubicuidad de las grandezas y las miserias, y que sólo con el salvoconducto del espíritu es capaz de perseguirse sin dobleces ni engañifas. Su grandeza se enlaza al hecho de que el rol de su subversión no renuncia a la elegancia. El examen de Magritte es prominente porque lo hace traspasando, integrando, llegando a lo ignoto y lo no revelado. La pareja de Los amantes (1928, Museum of Modern Art, New York) que intenta besarse y está cubierta, ¿qué pretende? ¿Abrazarse, acercarse, poseerse? Arrastra un problema de identidad, de ceguera sobrevenida por la tela que la oculta. Eso es lo que nos cuenta Magritte, nos invita a resolver el conflicto, la complejidad, la disyuntiva de asumir que estamos mirando lo que es y su némesis. Es la verdadera trampa al espíritu a la que el propio artista hacía referencia.

René Magritte. Los amantes, 1928.
Shunk Kender (Harry Shunk and Janos Kender). René Magritte enfrente de ‘Le sens de réalité’. 1960. Colección privada, Cortesía Brachot Gallery, Bruselas.

[1] “Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme”. Breton, André. “Primer Manifiesto”, Manifiestos del Surrealismo, Ed. Guadarrama, Madrid 1974, p. 19.

[2] En este respecto, apunta Julian Gracq: “Breton llevó de un extremo a otro el surrealismo ´situado y fechado´, no sólo porque desde el principio hasta el fin fue su fuente de energía, sino porque además lo llevó con la soltura perfecta de un traje cortado para él, a la medida, y se asombraba e impacientaba, y a veces se encolerizaba fácilmente, porque a los demás parecía apretarles y tarde o temprano hacían crujir las costuras.” Gracq, Julian. “Plenariamente”, en: La revolución surrealista a través de André Breton. Monte Ávila Editores C.A., Caracas 1970, p. 97.

[3] “Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación…”. Manifiestos, Op. Cit., p 19.

[4] En este sentido el testimonio de Roger Caillois es impecable: “Estaba ingenuamente convencido de que el surrealismo, lejos de ser un movimiento literario de la misma índole que los demás, proclamaba al contrario el fin de toda literatura. Creía que su tarea consistía en reemplazarla por el estudio riguroso de la imaginación, sobre todo por medio de la escritura automática, destinada, según la fórmula célebre del Manifiesto de Breton, a revelar el funcionamiento real del pensamiento fuera de todo control moral, intelectual o estético. No había caído en cuenta de que no se mencionaba el control literario, o creía que se incluía en el control estético. En realidad, los textos surgidos de la escritura automática fueron los más literarios (en el peor sentido de la palabra) que se han visto jamás.” Caillois, Roger. “Divergencias y complicidades”, en: La revolución surrealista…, Op. Cit., p. 51.

[5] De hecho, hubo una corriente surrealista belga que fundó sus publicaciones y realizó sus manifiestos. Uno de ellos aparecido en la revista OEsophage en 1925 señalaba lo siguiente: “Participamos en la total autodestrucción de la política; 2. Todos nuestros colaboradores deberán ser atractivos porqué así podremos publicar su retrato; 3. Protestamos enérgicamente contra todas las decadencias: erudición, la Cartuja de Parma, el dadaísmo y sus sucedáneos, la moral, la unión entre el norte y el mediodía, la sífilis y sus variantes, la cocaína, la instrucción obligatoria, la polirritmia, la politomia, la Polinesia, los vicios carnales y en particular la homosexualidad; 4. Respeto hacia nuestros colaboradores y las mujeres de nuestros amigos; 5. Rehusamos a explicar los anteriores puntos si es que no se han entendido.” Luego de la Segunda Guerra Mundial, Magritte y Breton se separarían definitivamente por el optimismo post-bélico de Magritte que concitó la ira de Breton y precipitó la ‘excomunión’ de Magritte. Cuando Magritte y Breton se conocieron, Breton lo hizo esperar y en otra oportunidad, la esposa de Magritte, Georgette, llevaba un crucifijo que al verlo Breton le “ordenó” que se lo quitara de inmediato. El otro afán de Breton de que los surrealistas belgas ingresaran al Partido Comunista abonó el terreno para las diferencias. Mensa, Martha. El surrealismo contado desde la perspectiva de Magritte. https://www.researchgate.net/publication/331839357_El_surrealismo_contado_desde_la_perspectiva_de_Magritte

[6] Escribe Foucault: “El dibujo de Magritte… es tan simple como una página sacada de un manual de botánica: una figura y el texto que la nombra. Nada más fácil que reconocer que una pipa, dibujada como ésa; nada más fácil de pronunciar -nuestro lenguaje lo dice perfectamente por nosotros- que ‘el nombre de una pipa‘.”  Foucault, Michel. Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte. Editorial Anagrama, Barcelona 1981, p. 31.

[7] Magritte escribirá a Foucault, prescribiendo una indicación (que quien está ante el dibujo está en libertad de ignorar o de seguir): “No busquéis allá arriba una verdadera pipa; aquello es su sueño; pero el dibujo que está aquí en el cuadro, firme y rigurosamente trazado, ese dibujo ese el que hay que tener por verdad manifiesta.” Ibidem, p. 27-28.

[8] Discusión que se inicia en el Crátilo de Platón sobre la correspondencia entre el sonido y la naturaleza conceptual que implica, de cómo el sonido se asemeja a un concepto y una comunidad de hablantes los reconoce: “Sócrates: Ahora, mi buen amigo, aquel nomotetes de que hablábamos debe saber poner en los sonidos y en las sílabas la denominación por naturaleza apropiada a cada cosa; y mirando hacia aquello que es la palabra en sí, debe crear todas las denominaciones y ponerlas, si va a ponerlas con autoridad.” Platón. Crátilo. https://www.humanidades.unam.mx/bibliotheca/bsgrm$cratilo$rustica$1edicion$TIT-99.pdf, p. 143.

[9] Foucault, Op. Cit., p. 33. Foucault recuerda la naturaleza y visualización del caligrama, así como los acometía Guillaume Apollinaire: “En su tradición milenaria, el caligrama desempeña un triple papel: compensar el alfabeto; repetir sin el recurso de la retórica; coger las cosas en la trampa de una doble grafía. Aproxima en primer lugar, lo más cerca posible, el texto y la figura: compone las líneas que delimitan la forma del objeto con las que disponen la sucesión de las letras; aloja los enunciados en el espacio de la figura, y hace decir al texto lo que representa el dibujo. Por un lado, alfabetiza el ideograma, lo puebla de letras discontinuas y hace hablar así al mutismo de las líneas ininterrumpidas. Pero, a la inversa, reparte la escritura en un espacio que ya no tiene la indiferencia, la abertura y la blancura inertes del papel; le impone distribuirse según las leyes de una forma simultánea.” Ibidem.

[10] El escritor y crítico ítalo-británico Guido Almansi escribe el prólogo a la obra citada de Foucault y anota que: “Su pintura, sigue diciendo Foucault, está en el polo opuesto al trompe-l´oeil (Magritte afirmaba que sus cuadros eran trompe-l´espirit) …” Foucault, Op. Cit. P. 13.

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